Familia

Elegirse cada día, incluso con los hijos en casa…

Elegirse cada día, incluso cuando los hijos aún están en casa

A veces creemos que el amor se construye con grandes gestos, con viajes memorables, cenas románticas o promesas susurradas bajo las estrellas. Pero con los años entendemos que el verdadero amor se encuentra en los pequeños actos cotidianos: en el café compartido por la mañana, en la forma de doblar la ropa, en una mano que busca la otra sin pedir permiso.

Cuando llegan los hijos, la casa se llena de risas, de llantos, de juguetes por todos lados, de tareas escolares, de horarios apretados y rutinas agotadoras. Nos convertimos en padres, en cuidadores, en héroes cansados que apenas tienen tiempo para mirarse a los ojos. Nos amamos, sí, pero muchas veces sin decirlo. Nos damos por sentados. Nos necesitamos, pero sin detenernos a recordar por qué nos elegimos.

Y ahí, justo ahí, empieza a construirse la distancia.

Porque en medio de la maternidad y la paternidad, a veces olvidamos que antes de ser padres, fuimos pareja. Que hubo un tiempo en que no había cuna en la habitación ni leche en el refrigerador, y nuestras conversaciones eran solo nuestras, no interrumpidas por dibujos animados ni peleas de hermanos. Y aunque no cambiaríamos a nuestros hijos por nada del mundo, también es cierto que con su llegada, algo de nosotros se queda en pausa.

Pasamos años corriendo detrás de ellos: al colegio, a clases de música, a partidos de fútbol. Nos desvelamos cuando tienen fiebre, nos angustiamos por sus notas, por sus amigos, por sus silencios. Les damos todo. Les damos tanto, que a veces no nos damos cuenta de que dejamos de darnos a nosotros mismos.

Y entonces, un día, casi sin darnos cuenta, ellos crecen.

Se van volviendo más independientes. Ya no necesitan que les leamos cuentos antes de dormir. Ya no nos piden que los llevemos a todos lados. Empiezan a tomar sus propias decisiones. Y un día, simplemente, se van. A estudiar, a trabajar, a vivir su propia vida. Y es ahí, en ese silencio nuevo de la casa, donde empezamos a mirarnos de nuevo. Y a veces, lo que vemos es a un extraño.

Muchas parejas llegan a ese momento y se encuentran con que ya no saben cómo estar juntos sin hijos de por medio. Porque durante años toda la relación giró en torno a ellos. Ya no saben de qué hablar, qué hacer los fines de semana, cómo compartir el tiempo sin organizarlo en torno a la familia. Y en lugar de reencontrarse, se distancian aún más.

Por eso, hay algo que deberíamos decirnos desde el principio: no dejemos de elegirnos.

Elegir al otro incluso cuando estamos agotados. Elegir al otro cuando los niños lloran y la casa es un caos. Elegir al otro cuando parece que no hay tiempo para nada. Porque los hijos son una bendición, pero no son eternos en casa. Porque un día se irán. Y quedaremos nosotros dos, como al principio. Como siempre debió ser.

Elegirse significa cuidarse. Significa encontrar momentos, aunque sean breves, para mirarse a los ojos y decir «te quiero». Significa darse la mano en medio del supermercado, reírse juntos aunque la vida esté llena de preocupaciones, planear un futuro donde también exista un «nosotros», más allá del rol de padres.

No se trata de poner la pareja por encima de los hijos, sino de recordar que una pareja fuerte es el mejor regalo que podemos darles. Porque los hijos aprenden del ejemplo. Aprenden a amar viendo cómo se aman sus padres. Aprenden sobre el compromiso, la ternura, el respeto, la complicidad.

Elegirse también implica perdonar. Porque en medio del cansancio y el estrés, a veces nos herimos. A veces decimos cosas sin pensar, dejamos de escuchar, de cuidar. Pero si seguimos eligiéndonos, podemos volver a encontrarnos. Podemos reconstruir, reparar, abrazar las heridas.

Y cuando llegue ese momento en que la casa se vacíe, cuando los cuartos de los hijos se conviertan en espacios silenciosos llenos de recuerdos, podremos mirarnos y decir: «Aquí estamos. Juntos. Lo logramos.»

Y entonces vendrán otros tiempos. Tiempos de desayunos tranquilos, de viajes soñados, de tardes leyendo el mismo libro en silencio, de nuevas complicidades. Porque el amor no termina cuando los hijos se van. El amor puede empezar de nuevo. Puede renovarse, crecer, florecer.

Pero solo si hemos sembrado mientras ellos estaban. Solo si nos regamos también como pareja, si no dejamos que la rutina nos convierta en desconocidos que habitan la misma casa.

Una pareja que se elige cada día, incluso cuando todo parece girar en torno a los hijos, es una pareja que sabe que el amor también necesita cuidados. Que el amor no es automático ni eterno si no se alimenta. Que vale la pena detenerse un momento, cada día, para decir: «Gracias por estar. Gracias por seguir aquí.»

Y sí, habrá días en que todo parezca cuesta arriba. En que el cansancio sea tan grande que lo único que queramos sea dormir. Pero incluso en esos días, si hay una mirada cómplice, un gesto de cariño, una frase sencilla como «¿quieres un té?», estaremos diciendo: te elijo.

Elegirse es también aceptar los cambios. Porque no somos los mismos de antes. Cambiamos con los años, con las experiencias, con los desafíos. Pero si aceptamos que el otro también evoluciona, y si estamos dispuestos a crecer juntos, a conocernos una y otra vez, el amor se vuelve más fuerte.

Y así, cuando llegue el silencio de la casa vacía, no será un silencio triste. Será un silencio compartido, lleno de sentido. Porque sabremos que hicimos bien las cosas. Que fuimos buenos padres, pero también buenos compañeros. Que no nos olvidamos el uno del otro. Que no dejamos que la vida nos apartara.

Porque al final, el amor verdadero no es el que arde con intensidad, sino el que permanece. El que resiste los inviernos, los desvelos, las dudas. El que, pese a todo, sigue diciendo «sí» cada día.

Y ese amor es el que hay que cuidar.

Incluso —y sobre todo— cuando los hijos todavía están.

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