A cualquier edad se puede ser amada: la historia de Marisol, quien comenzó a vivir de nuevo…
A cualquier edad se puede ser amada: la historia de Marisol, quien comenzó a vivir de nuevo.
Marisol se levantó de la cama cuando afuera ya había amanecido. Tenía 68 años. Habían pasado siete meses desde que su vida se resquebrajó: tranquila, casi silenciosamente. José, su esposo, compañero de toda la vida, simplemente no despertó.
Falleció en la noche, a su lado. Sin palabras, sin despedidas. Simplemente se fue. En la casa quedaron sus cosas, su olor, sus bromas en la memoria y su andar, que ella aún escuchaba en el pasillo. Quedó ella, y el silencio que se extendía por las paredes como una niebla fresca.
Al principio, Marisol se sostuvo. Lo intentó. Contestaba las llamadas de sus hijos: «Todo está bien, cariño. Claro, comí». Sonreía a sus nietos por videollamada. Hacía el intento de aparentar que seguía viviendo. Pero por dentro, lentamente, se desvanecía.
La ropa de José todavía colgaba en el armario. Su bata la doblaba cada semana. Sus zapatos, limpios como a él le gustaba, estaban junto a la entrada. Era demasiado doloroso desprenderse de él, incluso en los detalles. Se decía a sí misma: «Un poco más, luego los guardaré». Pero no lo hacía.
Cada noche, antes de acostarse, ponía una almohada a su lado y miraba al techo. Así yacían, él en la memoria, ella en soledad. A veces hablaba en voz alta con él. Le preguntaba qué haría él. Lamentaba no haber dicho algo cuando tenía la oportunidad. Todo lo que alguna vez se dijo y se hizo ahora tenía un gran peso. Y dolor.
Un día la visitó una vecina, una mujer mayor con ojos siempre risueños llamada Teresa. Llevó un pastel de naranjas y sin preguntar echó un vistazo dentro de la casa. Observó la cocina triste, las ventanas cerradas, las persianas bajadas.
—Marisol, no estás viviendo. Esperas que alguien te permita comenzar de nuevo.
—¿Y cómo? —preguntó ella en voz baja—. ¿Por dónde empezar, si el corazón no quiere?
—Por lo simple. Ven conmigo al centro. Hoy tenemos clases de pintura. Aunque no sepas nada, ven a mirar.
Marisol se negó. Pero Teresa insistió recordándole tres veces más. Al cuarto día aceptó. Simplemente porque estaba cansada de sí misma.
El centro de recreación activa para personas mayores estaba a diez minutos de su casa. Una sala sencilla, mesas, pinceles, papel. Y luz. Solar, viva. La gente sonreía. Algunos reían. Otros se quejaban de haber pintado mal el ojo de un retrato.
Marisol se sentó en un rincón. Tomó un lápiz. No sabía dibujar desde su infancia, pero su mano dibujó algo parecido a una ventana con flores. De repente se dio cuenta de cuánto tiempo había pasado desde que no sostenía nada, salvo el control remoto y la tetera.
Desde ese día todo cambió. No bruscamente. No de forma dramática. Era como si cada día diera un pequeño paso. Hoy —a las clases. Mañana —al parque. Pasado mañana —a una conferencia sobre la antigua arquitectura de Valencia. En una semana ya se había inscrito en un círculo de jardinería.
En el centro se convirtió en parte de un pequeño pero sorprendente grupo. Estaba Teresa, alegre, con carácter. Ana, la viuda del profesor que amaba leer poesía en voz alta. También estaba María Luisa —estricta y recta, como una regla. Pero también estaba él, Alejandro.
Tenía 71 años. Era de Sevilla, se mudó a Valencia con su hijo, pero su hijo se fue a trabajar a Alemania. Alejandro se quedó solo en el apartamento. Su esposa había muerto cinco años atrás. No intentó olvidarla. Simplemente aprendió a vivir sin esperar llamadas desde la cocina ni escuchar su voz en el baño.
Era reservado, pero siempre atento. Se sentaba junto a Marisol en las clases de cerámica. A veces la ayudaba a amasar el barro. Tenía manos fuertes y una voz suave.
Empezaron a hablar. Primero, de cosas triviales. Después, de cosas importantes. Como si cada uno fuera una casa donde las luces se apagaron, pero las ventanas se abrieron de nuevo.
Marisol empezó a esperar esos encuentros. No por enamoramiento, ni por soledad, sino porque junto a él todo era fácil. Tranquilo.
Han pasado dos meses. La primavera en Valencia llegó antes de lo habitual. El jazmín floreció, el aire estaba lleno de aromas. Alejandro propuso ir juntos a Benidorm, solo por el fin de semana. Ella dudó. Luego aceptó.
En el tren hablaban de la vida. Por la noche, en la playa, se sentaron descalzos en la arena. Escuchaban el sonido del mar. Él tomó su mano. Ella no la retiró.
—Pensé que nunca volvería a sostener la mano de alguien, salvo la mía —dijo él.
—Y yo pensé que nadie sostendría la mía de nuevo.
Esa noche durmieron en la misma habitación, en camas separadas. Simplemente para saber que alguien estaba cerca. Alguien vivo. Alguien respirando.
Cuando Marisol regresó a casa, vio: la casa ya no parecía una tumba. Abrió el armario. Sacó el suéter de José. Lo acercó a su mejilla. Agradeció. Y finalmente, lo guardó en una caja.
No fue una traición. Fue un reconocimiento: él siempre estará en su corazón. Pero su vida continúa.
Se mudó a otro apartamento. Más pequeño, más cerca del centro, cerca de la biblioteca. Alejandro ayudó con la mudanza. No se quedó a vivir con ella. Tenía su propia vida, sus costumbres. Se encontraban, se llamaban, paseaban juntos.
A veces, él se quedaba a cenar. A veces ella pasaba la noche en su casa, porque no querían despedirse por la tarde. Su relación no era juvenil, ni apasionada. Pero había calidez. Y respeto.
Con el tiempo, Marisol comenzó a dar clases en el centro. Diseñó un curso llamado «Vemos el corazón, dibujamos el alma». Las personas mayores venían con recuerdos y los dejaban plasmados en el papel. Ella decía: «En cada uno de nosotros habita una historia que nadie ha escrito».
Alejandro organizó una noche de poesía. Leían a Cervantes, a García Lorca, poemas propios. Los nietos de Marisol grababan esto en el teléfono y lo publicaban en redes sociales. Incluso ganó un apodo: «Abuela del arte».
Juntos viajaron a Granada. A Córdoba. A Toledo. Recorrían las calles, tomados de la mano. Él le escribía notas —cortas, conmovedoras. Ella las guardaba en el cajón de la mesa de la cocina.
Han pasado dos años desde que murió José. Un día, sentada en el balcón con una taza de café, Marisol se dio cuenta: es feliz de nuevo. No como antes. No de manera brillante. Pero sólidamente.
La felicidad no es olvido. Es la posibilidad de vivir con la memoria, pero no en ella.
Ahora, cada noche, toma un pincel y pinta. A veces el mar. A veces un retrato de Alejandro. A veces, solo una sombra en la pared.
Y por las mañanas, cuando él llega con una bolsa de panecillos, ella le sonríe de la manera en que solo se sonríe a aquellos que llegaron a tu vida cuando ya no lo esperabas.
Y piensa: «El amor no muere. Simplemente espera a que estemos listos de nuevo».