Familia

El timbre que sonó cuando ya no esperaba nada más…

El timbre que sonó cuando ya no esperaba nada más.

El pasillo olía a col hervida y a cableado antiguo, ese aroma familiar de las tardes que se colaba por las rendijas de las puertas, posándose sobre los hombros de Carmen Rosario como recuerdos que se niegan a desaparecer. Era el mismo olor de su juventud—cuando el piso resonaba con las risas de sus hijos, el tintinear de las cacerolas, y una vida modesta, pero ruidosa, cálida, real. El olor de su ayer. De su tiempo. De ese cotidiano que se había desvanecido como el vapor en la ventana.

Se detuvo frente a los buzones, apretando la llave con tanta fuerza que parecía querer abrir más que su puerta. Encima, el bombillo parpadeaba como siempre, lanzando una luz azulada y temblorosa sobre el techo descascarado. Detrás de la puerta la esperaba lo mismo de siempre: paredes silentes, el susurro del mantel viejo en la mesa, su respiración demasiado fuerte en medio del silencio.

Antes, Joaquín le abría. Refunfuñando que había tardado, que la sopa se enfriaba—pero con los ojos chispeando siempre. Le colgaba el abrigo, ponía agua para el té, le tomaba la mano—como si, cada vez, se aliviara de verla regresar. Incluso en los últimos años, cuando sus piernas ya no le respondían del todo, él se levantaba con esfuerzo. Porque sabía: el reencuentro era lo más importante.

Después del entierro, Carmen volvió al mismo piso. Todo seguía igual: las fotos enmarcadas, su silla junto a la ventana, su taza, su delantal. Pero ya no eran cosas: eran restos. Escenografía sin función. La calidez se había ido, como si alguien hubiera desenchufado el alma del lugar.

La casa se estiraba en el tiempo, como si las paredes se alejaran lentamente, dejándola sola en un aire cada vez más frío. Incluso el goteo del grifo se sentía más fuerte, más grave. Cada noche, al llegar, contenía el aliento—por si acaso. Por si, una sola vez más, pudiera oír esa voz:

—¿Dónde te habías metido, Carmen?

Pero hoy era distinto. Cumplía ochenta y cinco años. Una edad en que las sorpresas eran escasas, pero la esperanza seguía flotando. Una llamada. Una carta. Algo que respirara. Sin embargo, el teléfono seguía en silencio. Las amigas se habían ido. Doña Pilar, su vecina de toda la vida, se había mudado con su hija al norte. Su propia hija, Laura, vivía en Sevilla—videollamadas fugaces entre reuniones y deberes de los nietos. Su nieto, Mateo, le había enviado una pegatina: “Feliz cumple, abuela”—y volvió a su videojuego.

Abrió la puerta. Pasó frente al espejo sin mirarse. La cocina igual que siempre: la radio, las pastillas, la repisa vacía donde antes vivían sus violetas. Encendió la radio. Una canción antigua empezó a sonar—la misma con la que Joaquín le propuso matrimonio, en medio del salón de baile. Entonces se rió entre lágrimas. Ahora, sola, hizo lo mismo. La garganta se le apretó—no de tristeza, sino por lo irreal del regreso.

—Mientras haya luz, sigo aquí —susurró, sirviéndose té. Lo dijo en voz alta, como si Joaquín aún pudiera escucharla. Medio en broma, medio con esa firmeza que solo da la vejez.

En ese instante, el bombillo sobre la mesa parpadeó. Una vez. Dos. Y murió. La cocina quedó sumida en una oscuridad densa, húmeda, como la de aquellas noches de infancia cuando su padre no volvía de la mina, y ella se escondía bajo las sábanas, creyendo que el miedo no cruzaba mantas.

Tocó la bombilla—caliente, pero muerta. Sin dudarlo, abrió el cajón. En la esquina, como siempre, estaba la de repuesto. Joaquín solía decir: “La luz es como el aliento. Mientras esté, vivimos”. Sonrió. Subió al taburete y cambió la bombilla. Un clic. La luz volvió, cálida, suave. Como una mano sobre su hombro.

Se sentó. Tomó su taza. Y pensó: Mientras pueda encenderla, no estoy sola.

Y entonces—el timbre.

Su corazón dio un salto. ¿Quién vendría a esta hora? Miró por la pantalla. Una mujer joven, de unos treinta, mejillas sonrojadas por el frío, gorro rojo ladeado.

—Hola… Perdón por molestar. Soy Lucía, del sexto. Creo que nunca nos hemos presentado. Es que… hoy también es mi cumpleaños. Pensé que quizás… podríamos tomar un té juntas. Hice un bizcocho. Está torcido, pero es casero.

Carmen la observó en silencio. Algo en su pecho se tensó—y luego se relajó, como un nudo que al fin se deshace. Apretó el botón. El cerrojo hizo clic. Y el corazón le latía con más fuerza—no de miedo, sino por la súbita sensación de que, quizá, algo aún era posible.

La bombilla sobre la puerta titiló una vez más—pero diferente ahora. Como un guiño. Como si Joaquín, desde algún rincón del cielo, dijera:

—Vive, Carmen. Mientras puedas.

Y ella sonrió. Porque mientras haya luz, alguien vendrá. Y la vida, de una forma u otra, continuará.

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