Una nueva vida para Esteban: cuando el amor renace en los años dorados…
Una nueva vida para Esteban: cuando el amor renace en los años dorados.
Esteban perdió a su esposa, Clara, poco después de cumplir los 66. Llevaban casi medio siglo juntos, compartiendo desayunos, caminatas al atardecer, domingos de mercado y noches de cine en casa. Un día Clara comenzó a sentirse mal, y en menos de una semana se fue. Sin aviso, sin tiempo para prepararse. Solo el silencio quedó en su lugar.
Durante semanas, Esteban se movía como un fantasma por su casa. Preparaba el café sin saber por qué, se sentaba frente al televisor sin prestarle atención, dormía con la radio encendida para no sentir el vacío. Sus hijos, Natalia y Sergio, lo llamaban a diario, pero él repetía: «Estoy bien, no se preocupen». No quería ser una carga. No quería mostrar su tristeza.
Fue Natalia quien un día tomó el coche y apareció sin avisar. Su padre había perdido peso, la barba crecida y el desorden en la casa hablaban más que él. Se quedó ese fin de semana, limpió, cocinó, y antes de irse, le hizo una propuesta: que se fuera a vivir con ellos a Valencia. Su hijo mayor, Leo, tenía seis años y necesitaban ayuda con él, ya que ambos padres trabajaban. Esteban dudó, pero aceptó. No por ellos. Por Leo. Solo su nieto lograba arrancarle sonrisas últimamente.
Vendieron la casa en Castellón. Esteban se mudó con su hija, su yerno y sus dos nietos a un piso luminoso con vista al parque. Pronto, su rutina cambió: acompañar a Leo al colegio, preparar bocadillos por la tarde, leerle cuentos por la noche. Leo le preguntaba cosas sin parar, y a todo Esteban respondía con paciencia y ternura.
Construían castillos con cajas, hacían experimentos con vinagre y bicarbonato, se inventaban idiomas secretos. A Esteban le volvió el color al rostro. Hasta se afeitó. Ya no parecía un hombre vencido, sino uno que había encontrado una nueva misión.
Pero el tiempo no se detiene. Leo creció, empezó a quedar con amigos, a jugar videojuegos. Esteban fue quedando de lado. A veces notaba que su yerno se irritaba cuando opinaba demasiado. Natalia se lo decía con cariño, pero firmeza: «Papá, relájate, no hace falta que controles todo».
Esteban se sintió fuera de lugar. Comprendió que había vuelto a ser un invitado, y que quizás nunca había dejado de serlo.
Un día, en el parque, conversó con Adela, una señora con la que solía cruzarse desde que vivía en Valencia. Ella le escuchó sin interrumpir y le dijo con una sonrisa:
—Esteban, los hijos hacen su vida. Los nietos crecen. Pero tú aún estás vivo. ¿Por qué no haces algo por ti? En el centro cívico del barrio dan talleres para mayores. Yoga, teatro, coro, pintura. ¡Hay hasta clases de cocina vegana! Anda, anímate.
—¿Y si soy el único hombre?
—Mejor. ¡Todas para ti!
Esteban rió, pero lo pensó. Y al final, fue.
Empezó con historia del arte. Luego se apuntó al taller de fotografía. Le encantaba salir a capturar imágenes del río, de las plazas, de los ancianos jugando a las cartas.
Allí conoció a Lucía. Ella no hablaba mucho, pero cuando comentaban las fotos, sus palabras eran siempre acertadas. Viuda también, y sin hijos, había encontrado en el arte una forma de sanar.
Ambos comenzaron a compartir caminatas. Primero hablaban de cosas sencillas. Luego de sus heridas. Un día fueron juntos a ver una exposición. Otro día, a un concierto gratuito.
Se volvieron inseparables.
Un año después, organizaron juntos una muestra fotográfica para el centro de mayores: “Segundas Primaveras”. Sus imágenes mostraban lo cotidiano: una taza de café compartida, una mirada cómplice, un banco del parque con dos bastones apoyados.
Hoy, Esteban y Lucía viven en un pequeño piso cerca del mar. No necesitan mucho. Tienen libros, una cafetera italiana, una radio antigua, y un gato que recogieron de la calle. Todos los jueves imparten juntos un taller de fotografía para mayores. Los domingos cocinan para los amigos que han hecho en el centro.
Esteban ya no se siente un estorbo. Se siente querido, útil. Se siente vivo.
Y cuando Leo lo visita, le dice con orgullo:
—Mi abuelo es fotógrafo. Y tiene novia. ¡Es el más moderno de la familia!