Su esposa me odia, y él no lo ve: ¿en qué momento perdí a mi hijo?
«Mi nuera ni siquiera intenta ocultar lo mucho que me desprecia», me dijo al teléfono y me acusó de querer destruir su matrimonio con Marcos.
Me llamo Margarita Elena, soy una mujer común de sesenta y pocos años, madre de un hijo al que dediqué toda mi vida. Tras la partida de mi esposo, cuando Marcos apenas tenía dos años, me dediqué por completo a criarlo sola. Trabajé como enfermera en una clínica local, haciendo turnos nocturnos para asegurarme de que nunca le faltara nada: uniforme limpio, libros escolares, comida caliente en la mesa.
Marcos creció siendo un hombre amable, educado, de esos que cualquier madre estaría orgullosa. Pero ahora siento que lo he perdido. Se ha alejado por completo por una mujer que no solo no me respeta —me desprecia abiertamente. Su esposa, Lorena.
Desde el primer instante en que la conocí, sentí algo extraño. Demasiado ruidosa, demasiado arrogante, demasiado mandona. Cuando Marcos me la presentó por primera vez, sentí un escalofrío. Su forma de mirar, ese aire de superioridad… No hubo un gesto de calidez. Pero decidí darle una oportunidad. Marcos estaba ilusionado, y yo, como madre, debía intentarlo.
Fuimos a una cafetería a conocernos. Ella regañó al camarero, devolvió su postre por no ser «suficientemente instagrameable», y habló con todos como si le estuvieran sirviendo. Su ropa… ajustadísima, con un escote que parecía fuera de lugar. Todo ese encuentro fue incómodo. Tuve que contener mis palabras para no arrastrar a Marcos aparte y suplicarle que lo reconsiderara.
Me dije que era por nervios. Pero no, fue empeorando. Después de la boda, Marcos apenas llamaba. Yo respeté su espacio, pero lo extrañaba. Finalmente, lo llamé. Ella, al fondo, murmuró con tono frío: «Cuelga ya. Has hablado suficiente con tu madre». Ni siquiera intentó disimular. Me rompió el corazón.
Intenté entenderla. Marcos me explicó que Lorena había tenido una juventud difícil: un amor traumático, un embarazo perdido, abandono… que había ido a terapia y que ahora estaba bien, solo que era «sensible». Pero lo que yo veía no era sensibilidad, era maldad.
Días después, fue ella quien me llamó. Me gritó, me acusó de manipular a su esposo, de meterme en su vida. Dijo que era una entrometida, que quería destruir su matrimonio. Yo… no pude hablar. Me quedé helada. ¿Yo? ¿La mujer que se partió el lomo para criar a ese hombre maravilloso sola?
Y él, mi hijo, solo me dijo lo de siempre: «Mamá, soy un adulto. Tengo mi familia ahora». ¿Y yo qué? ¿Nada? ¿No tengo derecho a una llamada? ¿A un abrazo?
Viven en el piso de ella, de tres habitaciones, recién reformado. Lorena repite que lo compró con su esfuerzo. Bien por ella. Pero, ¿ese título le da derecho a borrarme de la vida de mi hijo?
Yo no pido nada. Ni dinero ni visitas semanales. Solo seguir siendo parte de su vida. Un mensaje de vez en cuando. Una visita espontánea. ¿Es tanto pedir?
A veces pienso que Lorena no me odia por lo que hago, sino por lo que represento. Tal vez compite con mi lugar en el corazón de Marcos. Pero… ¿qué lugar? Habla con ella con devoción, y conmigo con frialdad.
Sin embargo, no pierdo la esperanza. Quiero creer que algún día mi hijo recordará. Que comprenderá que amar a una madre no es traicionar a su esposa. Que el cariño filial no tiene que ser sacrificado en nombre del matrimonio.
Yo ya cumplí. Lo crié, lo formé, lo solté. Ahora solo espero. Que me recuerde. Que un día me abrace —no por compromiso, sino porque aún me ama.