Estilo de vida

Soy abuela y me siento orgullosa de ello…

A veces, un instante diminuto es suficiente para que todo lo que creías seguro se tambalee. No hace falta una tragedia, ni una pérdida, ni siquiera una discusión. A veces, es solo una palabra, lanzada sin intención, con inocencia completa, que cae justo en la parte más frágil del alma. Ese día lo entendí con una claridad inesperada.

Tengo sesenta y cinco años. Lo sé, por supuesto. Lo pone en mi pasaporte, en mis análisis médicos, en mi calendario de revisiones. Pero una cosa es saberlo como un dato, y otra completamente diferente es sentirlo como parte de tu identidad. Durante mucho tiempo viví como si mi edad fuese algo flexible, casi simbólico. La gente me decía que parecía menor, y yo lo creía. Yo misma reforzaba esa idea: mi forma de vestir, la energía con la que caminaba, la manera en que me relacionaba con mis nietos.

Mis nietos no me llaman abuela. Siempre me han llamado Alicia. Eso empezó desde el primero, casi de manera espontánea. Mi marido, Roberto, solía decir que yo no tenía nada de abuela tradicional, que seguía siendo una mujer joven, ágil, llena de vida. Le gustaba repetir que, si alguien nos veía juntos, nadie podría imaginar que llevábamos casi cuarenta años casados. Creo que su admiración me envolvió como un espejo delicado, uno en el que yo me miraba gustosa, donde el tiempo parecía haberse suspendido.

Pero aquella mañana, cruzando la plaza, llevando a mi nieto menor al colegio, ocurrió algo pequeño y enorme. Unos niños jugaban cerca de la entrada. Corrían, se empujaban, reían con esa energía desbordada que solo se tiene entre los ocho y los diez años. Uno de ellos tropezó, casi chocando conmigo. Yo me aparté a tiempo. Y otro niño, el que parecía liderar el grupo, gritó algo así como “Dejad pasar a la abuela”. Yo seguí caminando, pero esa palabra me atravesó. No fue un insulto, no fue una crueldad. Fue una descripción objetiva. Y, sin embargo, sentí que algo dentro de mí se hundía un poco.

No lloré en ese momento. Ni me detuve. Solo seguí caminando, con mi nieto a mi lado, hablando sobre cosas que ya no escuchaba. Pero al llegar a casa, al entrar en la cocina, me encontré inmóvil frente al espejo. Y, por primera vez en mucho tiempo, no busqué mis ojos ni mi maquillaje, ni si la bufanda combinaba bien con el abrigo. Busqué la verdad.

La verdad era sencilla: yo soy abuela. No solo por biología, sino por vida. Tengo tres nietos. He pasado por partos, por noches de fiebre con mis hijos, por años de trabajo, por decisiones difíciles. He aprendido cosas que solo el tiempo enseña. Pero yo misma me había negado ese nombre, como si fuera una señal de decadencia, una renuncia a la vitalidad.

Quizá el problema no era la palabra “abuela”, sino la imagen que yo había asociado a ella durante años. En mi mente, una abuela era una figura cansada, vestida sin cuidado, sin entusiasmo, sin sueños propios. Y yo no quería ser eso. Así que había preferido ser Alicia, sin títulos, sin generaciones marcadas. Pero esa ilusión tenía un precio. Porque si yo negaba mi edad, negaba también la belleza de haber llegado hasta aquí.

Roberto, mi marido, lleva un tiempo moviéndose más despacio. Hace unos años caminábamos juntos por toda la ciudad, íbamos a museos, a conciertos, a ferias locales. Pero ahora le duelen las rodillas y se cansa con rapidez. Yo, sin querer, desarrollé el hábito de ir sola. Me justificaba diciendo que él prefería quedarse en casa, pero en realidad era mi impaciencia. Yo quería avanzar, quería seguir sintiéndome ligera. Y, sin darme cuenta, lo fui dejando atrás.

Aquel día, después de mirarme en el espejo durante varios minutos que parecieron horas, lo entendí. No se trata de cómo me veo, ni de lo que digan los demás. Se trata de cómo estoy acompañando esta etapa de mi vida. Y, más aún, de cómo acompaño la de él.

Ser abuela no es volverse vieja. Es tener historia. Ser parte de una cadena. Y yo formo parte de esa cadena con orgullo: hija, madre, esposa, abuela. Eso no disminuye mi individualidad. Solo la amplía.

Tomé una decisión simple. Una decisión cotidiana, casi sencilla. Le pedí a Roberto que saliera a caminar conmigo esa tarde. Le dije que no importaba la velocidad. Que caminaríamos a su ritmo. Que la calle no iba a ninguna parte y el banco de la plaza no se iba a mover.

Fue la caminata más lenta que he hecho en mi vida. Y una de las más hermosas.

No fuimos lejos. Solo hasta el pequeño parque que siempre dejamos pasar rápido. Nos sentamos. Miramos a la gente. Él me habló de un libro que estaba leyendo. Yo le conté sobre mis pensamientos de la mañana, pero no desde el drama, sino desde la serenidad. Le dije que quería vivir esta etapa con verdad, sin negar el tiempo, sin huir de él. Y también sin entregarme a él como si ya no tuviera nada que ofrecer.

Aceptarse no es rendirse. Aceptarse es decir: esta soy yo, aquí estoy, con mi historia completa.

Esa tarde hice otra llamada, a mis hijos. Les dije que, de ahora en adelante, me gustaría que mis nietos me llamaran abuela. No como imposición, no como corrección, sino como un acto de reconocimiento. Ellos se sorprendieron, se rieron un poco, y luego lo tomaron con naturalidad. Porque, para ellos, yo siempre lo fui.

Pero lo más interesante ocurrió dentro de mí. Al permitirme ser abuela, me permití también ser más libre. De repente, ya no necesitaba demostrar que era joven. Ya no tenía que encajar en el ritmo de todos. Podía caminar despacio con mi marido. Podía tomar té por la tarde sin prisa. Podía seguir cuidando mi apariencia, pero no como herramienta para negarme, sino como gesto de amor hacia mí misma.

Descubrí algo más. El mundo no se divide entre jóvenes y viejos. Se divide entre quienes viven y quienes se detienen. Y vivir, realmente vivir, requiere aceptar cada capítulo con plenitud.

Ser abuela es tener la oportunidad de mirar el futuro sin ansiedad. Mis nietos representan lo que viene después de mí. No necesito correr hacia adelante, porque ellos ya están avanzando. Yo puedo acompañarlos, guiarlos, aconsejarlos. Puedo ofrecer calma en un mundo que corre demasiado rápido.

Y al mismo tiempo, puedo seguir siendo mujer. No dejo de tener mis gustos, mis inquietudes, mis proyectos. No desaparezco detrás del título de abuela. Lo incorporo.

Ahora camino más despacio, sí. Pero observo más. Ahora las tardes con Roberto no son un compromiso, sino una alianza. A veces él me espera, a veces yo lo espero a él. Y ese ritmo compartido se ha convertido en nuestra forma de seguir juntos.

He comprendido que la edad es un privilegio. No todos llegan a ella. Las arrugas son memoria. El cabello que se aclara es señal de años vividos. Las manos que ya no son tan firmes han sostenido vidas. Ser abuela no me quita belleza; le da profundidad.

No quiero volver a ser la mujer que creía que debía parecer menos de lo que era. Quiero ser completa. Y lo completo no siempre es perfecto ni uniforme. Lo completo tiene ángulos, sombras, contradicciones, historia.

Hoy, cuando mis nietos llegan, escucho sus voces diciendo “Abuela”. Y algo dentro de mí se acomoda, se alinea, se vuelve verdadero. Yo les respondo con la misma energía con la que antes respondía a mi nombre. Pero ahora hay un sentido de continuidad, una paz que antes no tenía.

Y cuando paseo con Roberto, del brazo, a su ritmo, sé que estamos caminando no solo por la calle, sino por nuestra propia historia. Él a veces se siente lento, y yo le digo con suavidad que eso no importa. Que mientras caminemos juntos, seguimos avanzando.

Ya no evito los espejos. Me miro con honestidad, sin juicio. Y veo a una mujer que ha vivido, que ha amado, que ha criado, que ha acompañado, que ha sido acompañada. Una mujer que sigue aprendiendo. Una mujer de sesenta y cinco años que no renuncia a la vida, sino que la abraza con una madurez que antes no conocía.

La palabra “abuela” ya no me pesa. Ahora la llevo con la misma naturalidad que llevo mi nombre. Soy Alicia. Soy abuela. Soy esposa. Soy mujer. Soy historia. Soy presente.

Y mientras Roberto y yo caminemos juntos, nada nos será demasiado grande.

Deja una respuesta