Si tienes hijos y nietos, debes vivir con todas tus fuerzas.
Si tienes hijos, debes vivir mucho tiempo. Hacer todo lo posible por vivir. Cuidar tu salud, apoyarte como puedas y luchar con todas tus fuerzas por la vida. Suena extraño, quizá. Pero conozco muchas mujeres que se salvaron de la muerte solo por sus hijos. Que se recuperaron o lograron salir de situaciones muy graves.
Se repetían a sí mismas: “Tengo hijos. Debo vivir por ellos”. Y eso les ayudó. A algunas no, por supuesto. No es una fórmula mágica, no es un elixir de inmortalidad. Pero ayudó a muchas, y eso importa.
Y hay que recordarlo cuando te estás agotando con trabajos imposibles. Cuando no tienes tiempo para cuidar tu salud. Cuando sufres demasiado por conflictos o presiones. Hay que vivir por los hijos. Ellos te necesitan. Y también por los nietos. Ellos te necesitan igual. Incluso por tu mascota, por tu gato o tu perro.
Todos los demás motivos pueden perder sentido en tiempos difíciles. Este no.
Cuando yo era niña, había una niña en el vecindario que se llamaba Elena. Su madre había muerto y su padre se volvió a casar. No se casó con una mala mujer, ni con una bruja. Era una mujer normal. Pero aun así no era la madre de Elena.
A Elena no la maltrataban, la alimentaban, la vestían. Nada terrible ocurría. Esa madrastra empujaba un cochecito con un bebé, y al lado caminaba un niño pequeño. Y Elena iba un poco detrás. Juntos, pero no del todo juntos. La atención de la mujer estaba enfocada en sus hijos, lo cual es algo completamente común. Y Elena simplemente caminaba. Una niña pequeña, triste, con un abrigo a cuadros.
El gorro le quedaba torcido. No había nadie para acomodárselo. El abrigo estaba mal abrochado, con los botones corridos. Y sus zapatos no eran bonitos; eran fuertes, resistentes, de los que duran. ¿Quién iba a pasar horas buscando unos delicados y bonitos? Esos servían. Todo estaba “bien”.
Esto solo lo notan los niños: la marca silenciosa de la soledad.
Y la familia estaba ahí. Había una hermanita y un hermanito nuevos. Había una nueva mamá. Había un padre que trabajaba de sol a sol, como todos en aquella época. Y estaba Elena, pálida, tímida, con el pelo muy corto porque nadie tenía tiempo para trenzarlo. Su muñeca era simple, vieja, común. No porque la nueva madre fuera mala. Solo porque había otras prioridades. Otros niños.
Y nadie iba a sus festivales en la escuela. Y aun así, todo estaba “bien”.
Pero Elena nunca decía como los demás niños: “Se lo voy a contar a mi mamá”. No gritaba bajo la ventana: “Mamá, tírame la pelota”. Ella no pronunciaba esa palabra. No tenía a quién decirla. Decía: “Tía Carmen”. Y no parecía algo trágico. Pero cuando los demás niños la veían, se aferraban más fuerte a sus madres. Y preguntaban: “¿Tú nunca me vas a dejar? ¿Siempre vas a estar conmigo?”
Aunque nada terrible había pasado. Nada evidente. Y, sin embargo, la ausencia de una madre duele de una manera particular, silenciosa, profunda.
Y por eso las abuelas y los abuelos son una fuerza esencial. Son una reserva de amor. Son brazos fuertes, seguros, pacientes. Son una raíz. Y hacen falta. Mucho. Más de lo que imaginamos.
Por eso hay que vivir. No por egoísmo. Sino por aquellos para quienes somos vida.
Y si alguien intenta quitarte la fuerza o la salud, entonces es mejor apartarse. Porque todo lo que hacemos es por quienes amamos. Y es por ellos que seguimos respirando, incluso cuando creemos que ya no podemos más.
Así que vive. De verdad.
Lo demás, de alguna manera, encontrará su lugar.
Porque tienes algo que lo sostiene todo:
aquellos que dependen de ti.
Y por ellos vivimos. Aunque a veces lo olvidemos.
Pero sigue siendo cierto.
