Estilo de vida

Quiere pedir perdón, pero ya es tarde…

Marisol siempre había pensado que la vida, tarde o temprano, le recompensaría por tanto esfuerzo. Desde pequeña, había visto cómo su madre, Carmen, sacaba adelante a tres hijas prácticamente sola, en un pequeño pueblo de Castilla-La Mancha. Su padre, Julián, trabajaba en la construcción cuando quería, pero la mayor parte del tiempo lo pasaba en el bar, gastando lo poco que entraba en casa. La responsabilidad de todo recaía sobre Carmen, que limpiaba casas ajenas para dar de comer a sus hijas.

Marisol, la menor, creció con la idea de que, si estudiaba y trabajaba duro, podría escapar de aquella pobreza. Sacaba buenas notas, se inscribía en cursos, soñaba con tener su propio negocio algún día. Sin embargo, al terminar el instituto, las cosas no salieron como esperaba. La falta de dinero la obligó a abandonar la idea de ir a la universidad. Mientras su amiga Beatriz conseguía una beca y se marchaba a Madrid, Marisol se quedó en el pueblo, aceptando el único trabajo que encontró: dependienta en un supermercado.

Los primeros meses se esforzaba al máximo, intentando demostrar que valía más de lo que se veía en su currículum. Sin embargo, pronto se dio cuenta de que su esfuerzo apenas servía para sobrevivir. El sueldo apenas alcanzaba para pagar las facturas, y muchas veces tenía que pedir ayuda a su madre, que seguía trabajando pese a la edad y el cansancio. La frustración iba creciendo en Marisol, sobre todo al compararse con sus antiguas compañeras de clase, que ahora compartían fotos de viajes, cenas en restaurantes y trabajos bien pagados.

Con el tiempo, Marisol conoció a Andrés, un chico simpático y extrovertido que trabajaba en una empresa de reformas. En un principio, pensó que por fin había encontrado a alguien con quien construir un futuro estable. Después de un año de noviazgo, se casaron. Sin embargo, el matrimonio pronto se convirtió en una nueva fuente de estrés. Andrés resultó ser cariñoso fuera de casa, pero distante y frío en la intimidad. Además, tenía problemas para mantener un empleo estable, lo que generaba discusiones constantes por el dinero.

La situación empeoró cuando nació Samuel, su primer hijo. Marisol se vio obligada a dejar el trabajo durante unos meses, y cuando intentó volver, su puesto ya estaba ocupado. Con un bebé en brazos y las deudas acumulándose, sintió que toda su vida se reducía a sobrevivir. Andrés pasaba más tiempo con sus amigos que en casa, y aunque ayudaba ocasionalmente, la mayor parte de la carga caía sobre ella.

Mientras tanto, Carmen seguía insistiendo en que Marisol debía ahorrar, aunque fuera poco, y pensar en el futuro de su hijo. Pero Marisol, agotada y resentida, evitaba las conversaciones con su madre. Sentía que Carmen no comprendía lo difícil que era criar a un niño sola, pagar facturas y aguantar a un marido ausente. Cada llamada de su madre terminaba en discusiones, hasta que, poco a poco, dejaron de hablar con frecuencia.

Los años pasaron y la distancia con su familia se hizo mayor. Su hermana mayor, Lucía, se había mudado a Valencia y había formado una familia propia, mientras que la mediana, Ana, trabajaba como administrativa en Toledo. Ambas mantenían contacto con Carmen y se turnaban para visitarla, pero Marisol rara vez iba. Sentía que cada visita reabría viejas heridas, recordándole lo que no había conseguido.

La relación con Andrés terminó rompiéndose definitivamente cuando Samuel tenía cinco años. Después de una discusión particularmente fuerte por el dinero, Andrés se fue de casa y no volvió. Al principio, Marisol pensó que sería un alivio, pero pronto descubrió que criar sola a su hijo era aún más difícil de lo que imaginaba. Para sobrevivir, aceptó varios trabajos temporales: limpiaba oficinas por la noche, atendía en un bar los fines de semana y, de vez en cuando, ayudaba a una vecina mayor con las compras a cambio de unos euros.

Mientras tanto, Samuel crecía rápido y empezaban los problemas en el colegio. Las profesoras le decían que el niño estaba distraído, que parecía enfadado todo el tiempo. Marisol intentaba dedicarle tiempo, pero entre los turnos, las facturas y el cansancio, cada vez le quedaban menos fuerzas. Empezó a sentirse culpable, pero la culpa no traía soluciones.

Fue entonces cuando, por recomendación de una clienta del bar, decidió probar suerte en Madrid. Dejó a Samuel temporalmente al cuidado de Carmen y se mudó a la capital con la esperanza de encontrar un trabajo mejor. Consiguió empleo en una cafetería cerca de la estación de Atocha y, aunque las jornadas eran largas, el salario era más alto que en el pueblo. Por primera vez en años, sintió que podía empezar a ahorrar.

Sin embargo, su relación con su madre seguía deteriorándose. Carmen no entendía por qué Marisol la había dejado a cargo de Samuel durante meses. Las discusiones por teléfono eran constantes. Carmen le reprochaba su ausencia y le pedía que regresara al pueblo, mientras Marisol insistía en que estaba construyendo un futuro para su hijo. La tensión aumentó hasta que, durante un año entero, apenas hablaron.

Cuando Marisol por fin logró reunir suficiente dinero para alquilar un pequeño piso en Madrid y llevarse a Samuel con ella, las cosas no resultaron tan fáciles como esperaba. El niño, ahora con nueve años, estaba acostumbrado a vivir con su abuela. La adaptación fue complicada: problemas en la escuela, rabietas, discusiones. Samuel echaba de menos el pueblo y le decía que prefería quedarse con Carmen. Aquellas palabras le dolían profundamente, pero Marisol intentaba no demostrarlo.

Mientras tanto, su salud comenzó a resentirse. Los turnos largos, el estrés constante y la alimentación desordenada le provocaron varios episodios de mareos y agotamiento extremo. Una noche, mientras trabajaba en la cafetería, se desmayó. Los médicos le dijeron que debía descansar y cuidarse, pero Marisol no podía permitirse parar. Había facturas que pagar, ropa que comprar, deudas que aún arrastraba.

Fue entonces cuando empezó a sentirse cada vez más sola. Su relación con Lucía y Ana era casi inexistente; apenas intercambiaban mensajes en fechas importantes. Con su madre, el orgullo y los reproches seguían marcando cada conversación. Intentaba acercarse a Samuel, pero notaba que el vínculo entre ellos estaba lleno de heridas silenciosas. En ocasiones, lo veía jugando solo en su habitación y se preguntaba si, con sus decisiones, había perdido algo que nunca recuperaría.

Los años siguieron pasando y Carmen envejeció rápidamente. A los 72 años, la salud de la madre comenzó a deteriorarse de forma evidente. Fue Lucía quien llamó a Marisol para avisarle de que Carmen estaba ingresada en el hospital por problemas cardíacos. Marisol sintió un nudo en la garganta. Sabía que no podía seguir evitando enfrentarse a todo lo que había pasado, pero el miedo y la culpa la paralizaban.

Cuando por fin decidió ir al hospital, se encontró con una mujer mucho más frágil que la que recordaba. Carmen dormía, conectada a varias máquinas. Marisol se sentó junto a la cama y sintió que el tiempo se detenía. No sabía qué decir, ni siquiera si aún había algo que pudiera arreglar. Se quedó en silencio, sosteniéndole la mano, mientras las lágrimas caían lentamente.

Pocos días después, Carmen falleció. Marisol regresó a Madrid sintiéndose vacía. A pesar de los años de discusiones y reproches, se dio cuenta de que gran parte de su fuerza venía de aquella madre que siempre había luchado, aunque sus métodos no hubieran sido los mejores. Ahora, con Samuel entrando en la adolescencia, Marisol comenzó a replantearse todo. Pensó en las decisiones que había tomado, en los vínculos rotos, en el tiempo perdido.

Hoy, con 43 años, Marisol sigue trabajando en Madrid, intentando darle a Samuel una vida mejor. Han aprendido a apoyarse el uno en el otro, pero todavía hay heridas que tardarán en cerrar. A veces, en silencio, Marisol se sorprende pensando en Carmen, en cómo habría sido todo si hubieran hablado más y discutido menos. Entiende, aunque tarde, que hay cosas que el orgullo no debería destruir, porque el tiempo no siempre da segundas oportunidades.

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