Familia

Por qué la bondad materna no siempre es correspondida…

Cuando éramos jóvenes, pensábamos que el amor de una madre era para siempre. Que era más fuerte que las ofensas, más poderoso que el tiempo, y por supuesto, que era mutuo.

Pero un día ves a una mujer con ojos cansados mirando por la ventana, esperando una llamada, y en respuesta: silencio.

Y de repente entiendes: mamá no es una armadura. Mamá es una persona. Y no todo amor es correspondido.

Tengo dos conocidas. Ambas son madres. Pero sus destinos con sus hijos son tan distintos, que al empezar a compararlos, uno siente miedo. E incomodidad.

La historia de Anna: cuando entregaste todo, y te quedaste sola

Anna es una mujer de carácter fuerte. Esposa de un militar, siempre de un lado a otro, con su único hijo.
El hijo era su orgullo. Guapo, inteligente, talentoso. Música, deporte, idiomas, una universidad prestigiosa. Todo, gracias al dinero de sus padres. Anna se formó como contadora, su esposo se retiró, y abrieron un negocio de publicidad. Para que el hijo tuviera a dónde ir — lo contrataron, lo apoyaron, le confiaron. Pagaban cada papel, cualquier ayuda.

Él se casó — ellos le rente una vivienda. Anna fue con él al hospital, pagó a los médicos, organizó todo. El niño nació con complicaciones — ella llevaba a su nieto a los centros de salud, pagaba todo, compraba medicamentos…
Tres años después el hijo se fue. Volvió a casarse. Luego otra vez. Y otra vez.

Con cada nuevo matrimonio, Anna ayudaba. Con las reparaciones, con el dinero, con la vivienda. Vendió el coche — para que hubiera «un nuevo comienzo» para su nueva vida. Cedió el departamento — se mudó con su anciana madre, para liberar la vivienda al hijo y su nueva pareja.

Él exigió que todo se pusiera a su nombre. Anna se negó — sentía miedo: con cambios tan frecuentes de mujeres, ¿y si esto tampoco era para siempre?

El hijo desapareció. No llamó, no felicitó. No asistió al funeral de la abuela — vivían en la misma ciudad. Tres años después llamó. Se disculpó. Pidió dinero. Era difícil — ella volvió a darle.

Ya vivía con otra mujer. De ella — una hija de un matrimonio anterior. El hijo la llamaba «hijita», la llevaba a clases de inglés, pagaba sus clases de baile. Al hijo biológico del primer matrimonio no lo veía en años. El niño se acostumbró a vivir sin papá.

Luego se casó por quinta vez. La mujer era vendedora de pasteles. Brillante, provocativa, con una figura de fantasía masculina. El hijo la colocó «por conexiones», le dio estatus, dinero, vestidos. La elevó.
Y ella — exigió vender el departamento de los padres. Aquel donde los ancianos pintaban cuadros, se ganaban el pan.

Anna se negó. Otra vez. Y otra vez el hijo se fue. Ya hace más de un año que no llama. Su padre tiene 65 años — recientemente cayó de una escalera, camina con bastón. Anna tiene diabetes. Pero se mantiene firme. Sonríe.

Y una vez solamente me dijo en voz baja:
«¿Tal vez soy mala madre? ¿Tal vez hice todo mal?»
Yo guardé silencio. Porque no tenía respuesta.

La historia de María: cuando una madre es amor también

Lua es completamente distinta. Éramos amigas las tres: yo, Anna y ella. La vida de María fue complicada. Hermosa, actriz de carrera, con un destino difícil. Tres maridos, tres hijos. Uno del barman, otro del operador de grúas, otro sordo de nacimiento. Los maridos bebían, ella también. Frecuentemente. Trabajaba poco. Siempre endeudada, en lágrimas, en desesperación.

Un día, en el mercado vi la escena: dos chicos altos cargaban en un taxi bolsas de papas, bolsas, col. Y luego — a María. Ebriamente, regañándolos. Ellos — pacientes, cuidadosos.
— Tranquila, mamá. Todo está bien, ahora nos vamos.

Querían renovarle la casa. Llevaron productos. Cavaron en el jardín. Se ocuparon de los azulejos. Ellos mismos — trabajadores sencillos, sin diplomas, sin presunciones.
María se puso a regañar:
— ¡Otra vez vinieron! ¡Todo lo desordenaron, lo llenaron todo de cosas! ¡¿Quién les pidió, siquiera?

Pero vi sus ojos: brillaban de felicidad. Porque — vinieron. Porque para ellos, ella es mamá. No perfecta. Pero suya. Viva.

Y aun así, ¿por qué?

Anna entregó todo de sí a su hijo. Lua — parecía no haberles dado nada, salvo la vida. Y aún así, la primera fue recibida con indiferencia, la segunda con una espalda masculina a su lado. ¿Por qué?

Podría ser que, el amor no es una inversión. No es un contrato. No es una maratón de sacrificios.
A veces, cuanto más das, más esperas. Y un niño que no ha aprendido a agradecer, toma todo como «deber». Sin «gracias». Sin «mamá».

María no pidió amor. Ella simplemente estaba. Con todos sus errores. Sin control. Sin esperar nada a cambio. Y quizás, precisamente por eso — la aman.

Mamá no es diosa. Mamá es persona

Si eres madre, no te pierdas a ti misma. No te disuelvas en los hijos. Amar no significa desaparecer. Apoyar no significa dejar que te pongan de cabeza.
La maternidad no es un acto heroico. No es un papel. No es un sacrificio.

Es vínculo. Y si lo hay, escucharás una sencilla frase:
«Mamá, tranquila… Todo está bien. Estoy aquí.»

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