Estilo de vida

Nadie vino cuando más lo necesitaba…

Había una mujer llamada Elena, una anciana de setenta años que había vivido su vida de manera tranquila y modesta. Nació en un pequeño pueblo donde todos se conocían y donde nadie destacaba demasiado. Su familia era sencilla, trabajadora, y su infancia transcurrió entre costumbres cotidianas y calles silenciosas. Sin embargo, desde niña, Elena llevaba en el corazón una idea diferente: estaba convencida de que algún día sería rica. No sabía cómo ni cuándo, pero creía que su destino la esperaba en algún lugar.

Ese sentimiento nació cuando su abuela le regaló un viejo libro de cuentos. Al abrirlo, Elena se perdía en mundos de fantasía: castillos brillantes, vestidos lujosos, viajes lejanos. Aquellas historias se convirtieron en un refugio y, al mismo tiempo, en un sueño persistente. Para ella, la vida estaba hecha de algo más que rutinas; había algo grande reservado para su futuro.

Pero la realidad siguió un camino distinto. Después de terminar la escuela, estudió contabilidad en un instituto técnico. La profesión era estable, pero repetitiva. Los días se volvían idénticos: levantarse temprano, tomar café, revisar números, preparar informes, volver a casa, cenar sola y dormir. Ninguna sorpresa, ningún cambio, ninguna señal de aquello que había imaginado de niña.

Aun así, la esperanza continuaba viva en ella. Un día, en el mercado, una anciana gitana la miró a los ojos y pronunció unas palabras misteriosas: “Te espera una gran riqueza”. Elena sintió que el destino le estaba hablando. Tiempo después, otra mujer desconocida, sin explicación alguna, dijo casi lo mismo: “La fortuna llegará”. Elena interpretó ambos encuentros como advertencias del futuro.

A partir de entonces, empezó a esperar. Compraba billetes de lotería, participaba en sorteos, guardaba cada moneda posible con la ilusión de un día viajar, conocer otros países, comprar ropa bonita, disfrutar la vida que siempre había imaginado. Pero los años pasaron. Y la riqueza nunca llegó.

En su vejez, Elena vivía sola en un apartamento pequeño. La pensión era escasa y debía comparar precios, ahorrar en todo, reparar lo que se rompía en lugar de reemplazarlo. Las ilusiones del pasado se habían convertido en recuerdos lejanos. A veces, se sentaba junto a la ventana y observaba la lluvia caer, como si buscara respuestas en el movimiento de las gotas. Nadie la esperaba. Nadie la visitaba. El mundo seguía su curso, indiferente a su existencia silenciosa.

Durante las noches de invierno, Elena se preguntaba qué sentido habían tenido las señales que tanto la marcaron. Quizás fueron coincidencias, o palabras dichas al azar. Quizás su deseo de creer fue más grande que la realidad. Y comprendía, lentamente, que la vida no se construye solo con sueños, sino también con decisiones, riesgos, encuentros y afectos que ella nunca llegó a tener.

Finalmente, cuando la fuerza comenzó a abandonarla, se rindió ante el cansancio. Pasó sus últimos días en silencio, viendo la luz filtrarse por la ventana, sin esperar ya ningún milagro. Murió un mediodía tranquilo, sin dolor, sin despedidas. Su ausencia pasó desapercibida: la encontraron días después, la enterraron sin ceremonia, sin flores, sin lágrimas.

Y así, la vida de Elena terminó como había transcurrido: en silencio.

Su historia nos recuerda algo profundo: no basta solo con soñar. Los sueños necesitan acción, movimiento, vínculos, valor para transformar la realidad. La riqueza que ella esperaba nunca fue material; la verdadera riqueza está en las personas, en el amor compartido, en los momentos vividos, en las manos que nos sostienen y en los corazones que nos recuerdan.

Elena no fue pobre porque no tuvo dinero. Fue pobre porque nadie estuvo allí para sostenerla cuando el final llegó.

Y esa es la riqueza que nunca debemos dejar pasar.

 

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