Familia

Me divorcié a los 70 años: no quise seguir soportando ese trato…

Nunca imaginé que a los setenta años me encontraría escribiendo una carta que pesara más que cualquier equipaje de una vida entera. La mañana había comenzado como tantas otras en nuestra casa de Santa María de la Ribera: el olor del café, la luz que entra por la ventana de la cocina, el silencio tranquilo de un día más en el calendario de quienes ya han visto pasar demasiadas estaciones. Sin embargo, ese silencio no era paz. Era vacío. Un vacío que llevaba creciendo dentro de mí desde hacía años, como una grieta imperceptible que finalmente atraviesa toda la pared.

Me llamo Teresa y llevo cincuenta años casada con Manuel. Medio siglo compartiendo el mismo techo, los mismos inviernos fríos, los mismos veranos de tomates y conservas en la despensa, los mismos dolores en los huesos que anuncian la lluvia antes que las nubes. Cuando eres joven, crees que el amor es una promesa eterna, algo que una vez dicho se mantiene intacto para siempre. No te dicen que el amor también puede desgastarse, que puede romperse por dentro sin hacer ruido, que puede desmoronarse despacio, como una vieja casa que nadie repara.

Durante la mayor parte de mi vida me sentí afortunada. Manuel había sido un hombre atento, trabajador, de esos que vuelven a casa con la cara cansada pero con la mirada tranquila. Nos conocimos en una fábrica de muebles; él trabajaba en la carpintería y yo en la oficina. Recuerdo aún sus manos manchadas de serrín y el olor a madera recién cortada que lo acompañaba como una parte de su piel. Me enamoré de él sin buscarlo, sin planearlo, como se enamoran las personas que aún creen que el mundo es un lugar amable.

Criamos a nuestros dos hijos, Ana y Santiago, con el sacrificio callado que es casi un idioma en nuestra generación. Hubo momentos duros, como los años en los que el dinero no alcanzaba, o aquel invierno en que Ana enfermó y yo temí perderla. Pero lo afrontamos juntos. O eso creí durante mucho tiempo.

Cuando Manuel se jubiló, algo en él comenzó a vaciarse. Pasaba horas sentado frente al televisor sin decir una palabra. La casa que antes estaba llena de conversaciones, de comentarios sobre cualquier cosa, se llenó de silencios que no sabíamos habitar. Yo intentaba ocupar mi tiempo con el jardín, con la iglesia, con las vecinas del barrio. Él se sumergía en una quietud pesada. A veces lo miraba y buscaba en su rostro aquel joven de manos fuertes y mirada viva, pero solo encontraba el cansancio de alguien que no sabe qué hacer con sus días.

Un día empezó a salir de nuevo. Decía que iba al centro cultural, que había encontrado un grupo de ajedrez. Me alegré. Le preparaba el almuerzo y lo veía marcharse con energía renovada. Pero pronto las salidas se hicieron más largas. Las explicaciones más cortas. Las mentiras más torpes.

Apenas me di cuenta de cómo esa grieta en nuestra vida se convertía en un abismo.

Una tarde, al volver del mercado, lo vi sentado en un banco de la plaza con una mujer. No sé si fue su voz, o la forma en que se inclinaba hacia ella, o la sonrisa que hacía años no veía. Era como si yo estuviera contemplando a un desconocido. La mujer tendría más o menos nuestra edad, quizá unos años menos. El cabello teñido de un rubio artificial, las manos cuidadas, una manera de reír demasiado alta para alguien que ya vivió tanto. Se notaba que buscaba sentirse joven, aunque el tiempo no suele devolver lo que se ha ido.

Aquel momento podría haber sido un accidente, un error, una ilusión pasajera. Pero no lo fue. Desde ese día dejó de preocuparse por disimular. Llegaba tarde, olía a perfume ajeno, evitaba mi mirada. Cuando le hablaba, era como si mis palabras se perdieran en una habitación vacía.

No sé cuándo dejé de esperarlo. Creo que fue el día en que lo vi entrar en casa con la misma camisa arrugada que llevaba al salir la mañana anterior. Ni siquiera se molestó en inventar una excusa. Se tumbó en la cama sin quitarse los zapatos y se durmió. Yo lo observé largo rato. No vi en él al hombre que me ayudó a superar la muerte de nuestro hijo. No vi al padre amoroso que construyó un columpio en el patio con sus propias manos. Solo vi a alguien que ya no estaba conmigo, aunque su cuerpo siguiera allí.

El dolor no llegó de golpe. Fue acumulándose como las capas de polvo en un mueble que nadie limpia. Una palabra hiriente por aquí, una indiferencia por allá. Hasta que un día, simplemente, ya no quedaba nada para sostenerlo.

No pensé en divorcio durante mucho tiempo. ¿Cómo iba a hacerlo? Habíamos pasado toda una vida juntos. Las fotografías en la repisa, los manteles bordados, las vacaciones en la costa, los nietos, las navidades, las historias repetidas mil veces. ¿Cómo se rompe todo eso? ¿Cómo se dice basta cuando ya no se tiene la fuerza que se tenía a los treinta?

Pero un día me desperté con una sensación extraña. Como si hubiera regresado a mi cuerpo después de años fuera de él. Me levanté, preparé el desayuno, abrí las ventanas para dejar entrar el aire fresco de la mañana y sentí que algo había cambiado. El aire olía a decisión.

Fui a buscar los documentos, la libreta matrimonial, los papeles antiguos amarillentos por el tiempo. No temblaba. No lloraba. Solo estaba cansada. Cansada de la humillación silenciosa, del amor convertido en costumbre, de la costumbre convertida en sombra.

No busqué consejo de nadie. No esperaba comprensión. Los demás siempre dicen que hay que aguantar, que todos los matrimonios pasan por crisis, que la soledad es peor. Yo ya no tenía miedo de la soledad. Peor es vivir como un objeto olvidado en su propia casa.

Presenté la solicitud.

Cuando Manuel se enteró, se rió. Una risa vacía, sin emoción. Dijo que era ridículo, que a nuestra edad ya no se hacen esas cosas. Que la gente comentaría. Que yo estaba exagerando. Esa risa fue la confirmación de que ya no quedaba nada que salvar.

Ahora estoy aquí, en la misma cocina de cada día, escribiendo estas palabras mientras el sol entra lentamente y dibuja sombras en el suelo de baldosas antiguas. Estoy a punto de comenzar una vida que no sé cómo será. No tengo grandes planes. No busco aventuras. No quiero venganzas. Solo quiero recuperar el espacio dentro de mi propio corazón.

Quizá cuide el jardín. Quizá viaje a visitar a mis hermanas. Quizá simplemente aprenda a sentarme en silencio sin sentirme pequeña.

No sé cuánto tiempo me quede por vivir. Pero lo que me quede quiero que sea mío.

No de una mentira.
No de una sombra.
No de la nostalgia de lo que ya no existe.

Me miro en el espejo y veo a una mujer con arrugas profundas, con manos gastadas, con ojos que han visto demasiado. Pero también veo algo que había olvidado: dignidad.

Setenta años no son el final. Son el lugar donde, quizá por primera vez, puedo decidir vivir para mí.

Y eso, aunque llegue tarde, todavía es vida.

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