Estilo de vida

Lágrimas de felicidad…

El pasillo del hospital estaba inundado por una luz cegadora de la tarde. Marina entrecerró los ojos un instante. Y cuando los abrió, el corazón se le detuvo y luego comenzó a latir con fuerza.

Venía hacia ella. Su esposo. O, al menos, alguien que se le parecía tanto que dolía. La misma sonrisa, los mismos rasgos que ella recordaba con precisión dolorosa. Pero eso era imposible. Porque ya hacía tres años que él no estaba en este mundo.

“Estoy viendo fantasmas”, pensó, apretando con fuerza el asa del bolso para obligarse a volver a la realidad.

El hombre se acercaba. Y cuanto más lo hacía, más evidente era el parecido: la altura, la forma de caminar, la expresión. Solo los ojos eran distintos, más serenos, profundos, llenos de una tristeza contenida. Pero él la miraba fijamente, como si también hubiera visto un espectro.

Marina sintió cómo un rubor cálido le subía a las mejillas. Bajó la mirada y pasó rápidamente junto a él, refugiándose en la habitación de su tía Elena. La mujer necesitaba cuidados constantes después de la operación, y Marina era su única familia cercana.

La segunda vez que lo vio fue en la sala de curaciones.

Marina empujaba una camilla vacía cuando lo encontró allí. Él, con bata blanca, hablaba en voz baja con una enfermera. Al oír el ruido de ruedas, levantó la vista. Sus ojos se encontraron. De nuevo ese silencio extraño.

—Doctor Salcedo —llamó la enfermera—, ¿ya está todo?

—Sí, gracias —respondió él, sin apartar la mirada de Marina.

Ella sintió que se le encendían las mejillas y apresuró el paso, como si fuera una adolescente.

Los días pasaban lentos. Cada vez que se cruzaban en los pasillos, Marina sentía algo parecido a la alegría. Una alegría suave, inesperada, que hacía que todo el cielo se abriera solo por un instante. Él a veces entraba en la habitación de Elena para verla, siempre profesional, siempre correcto. Pero sus ojos buscaban a Marina y se quedaban en ella un segundo más de lo necesario.

Una tarde, Marina salió al vestíbulo para beber agua. Allí estaba él, junto a la ventana, observando la ciudad anochecer.

—¿Es su hijo el joven que viene por las noches? —preguntó él suavemente al darse vuelta.

—Sí —respondió Marina, sorprendida de que supiera eso—. Diego. Es un poco distraído, pero tiene un corazón enorme.

Javier sonrió. Y esa sonrisa le resultó dolorosamente familiar.

—La quiere mucho. Se nota.

Algo se estremeció dentro de Marina. Era una emoción antigua, olvidada. El cuerpo envejece, pero el corazón recuerda.

—No se lo diga —respondió ella con timidez—. Se volvería insoportable.

Él rió. La risa era cálida, viva.

—Yo soy Javier —dijo—. Javier Salcedo.

—Marina —respondió ella.

En ese momento llegó Diego, agitando una bolsa con empanadas.

—Mamá. Doctor. Traje como prometí. Solo quedaron las de repollo.

Javier aceptó una con agradecimiento, y Marina vio la chispa en los ojos de su hijo: rápida, observadora, comprensiva.

Al día siguiente, Marina supo por las enfermeras que Javier se había enfermado y tomado licencia médica. Y algo dentro de ella cayó. Pensó que no era para ser, que quizás era mejor así, que quedaría como un bello recuerdo.

Elena fue dada de alta tres días después. Mientras empacaba las cosas, Marina trató de no pensar en lo que dejaba atrás: no solo el hospital, sino la posibilidad tenue de algo nuevo.

Diego, cargando la maleta, dijo de pronto:

—¿Sabías que el doctor Salcedo es viudo? Su esposa murió en un accidente. Hace tres años.

Marina se detuvo de golpe. Tres años. Igual que su esposo.

—¿Cómo lo sabes? —murmuró.

—Me lo contó él. Hablamos cuando le llevé las empanadas. Dijo que tú le recordabas algo muy valioso. Y que te miraba no como médico.

Marina no dijo nada. Pero su corazón volvió a latir con esperanza.

En casa, preparó té y se sentó junto a la ventana. Entonces vio un sobre en la mesa. Lo abrió con manos temblorosas.

Era una tarjeta con la imagen de un hospital antiguo.

“Marina:

Sé que puede parecer una locura. Lamento haberme enfermado y no haber podido despedirme. Pero no quiero que desaparezca simplemente de mi vida. Hace tres años perdí a quien amaba. Y el día que la vi en el pasillo, sentí que el sol salía por segunda vez.

No soy su esposo. Soy otro hombre, con otra historia y otras heridas. Pero tal vez podríamos comenzar algo nuevo.

Si esta idea no le parece absurda, estaré mañana a las cinco en la cafetería Esquinas, frente al parque.

Con esperanza,
Javier.”

Las lágrimas brotaron. Pero eran lágrimas cálidas, vivas. No de dolor, sino de renacer.

Al día siguiente, a las cuatro y media, Marina se estaba mirando en el espejo, temblorosa.

—Mamá, estás preciosa —gritó Diego desde la cocina—. Solo no hables del pasado. El futuro es lo que importa.

Ella sonrió.

La cafetería era pequeña y olía a pan recién horneado. Javier ya estaba allí, mirando un menú sin verlo. Cuando la vio entrar, se levantó. Y sonrió con esa sonrisa que parecía abrir una puerta donde antes había muro.

—Temía que no viniera —dijo él.

—Temía que cambiara de opinión —respondió ella.

—Ni por un segundo —dijo él, y tomó su mano con suavidad.

No hablaron de promesas. No hablaron de destinos.

Solo se sentaron juntos.

Porque a veces el amor no llega como un incendio. Llega como una luz cálida en invierno. Como un banco bajo una ventana. Como una compañía que no exige nada.

Llega cuando ya aprendiste a estar sola. Cuando dejaste de correr. Cuando, al fin, regresaste a ti.

Y entonces, la vida comienza de nuevo.

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