La llamada imposible de una madre…
Mamá siempre está cerca.
Clara llevaba días viviendo en una especie de estado automático. Se levantaba temprano, preparaba un desayuno ligero, atendía las tareas domésticas más urgentes y, sin darse cuenta, pasaba las horas entre ollas, plancha y lavadora. No lo hacía por energía o entusiasmo, sino por pura necesidad de ocupar su mente. La rutina se había convertido en su refugio, en un mecanismo inconsciente para no enfrentarse al miedo y a la angustia que la acompañaban desde que su madre había ingresado en el hospital.
Cada movimiento era mecánico. Cocinaba sin saborear lo que preparaba, planchaba las camisas de su marido sin fijarse en los pliegues, ordenaba la ropa seca con una precisión casi obsesiva. Todo servía para huir de la realidad, para retrasar el momento de sentarse a solas con sus pensamientos y aceptar que Rosario, su madre, se encontraba en un estado delicado, sostenida únicamente por la maquinaria médica.
Una tarde, mientras doblaba unas toallas en la penumbra del salón, recordó una conversación reciente con su amiga Carmen. Ella le había hablado de un remedio casi milagroso que, según decían, devolvía vitalidad incluso a personas muy mayores y debilitadas. Clara pensó, con un destello de ilusión, que hubiera sido hermoso poder contárselo a su madre, como un rayo de esperanza en medio de la tormenta. Se reprochó no haberlo hecho antes, no haber compartido con ella esa chispa de optimismo. La culpa la atravesó como una lanza.
Movida por una mezcla de nostalgia y desesperación, tomó el teléfono y marcó el número de su madre. Fue un gesto impulsivo, casi irracional, como si necesitara escuchar un tono de llamada para creer que aún existía un vínculo directo con ella. Lo sorprendente fue que, en ese instante, Clara experimentó una sensación imposible de explicar. No hubo una conversación convencional, sino una percepción íntima, profunda, que la estremeció hasta los huesos. Era como si su madre le hablara desde un lugar más allá del tiempo y del espacio, transmitiéndole un mensaje preciso, cargado de significado.
La experiencia fue tan real que Clara quedó paralizada. Quiso convencerse de que era un juego de su mente agotada, un producto de la tensión acumulada y del miedo. Sin embargo, algo dentro de ella sabía que no había sido una simple ilusión. Las palabras resonaban con demasiada nitidez en su interior, como si hubieran dejado una huella imborrable.
Esa misma noche recibió la noticia oficial de que Rosario había fallecido en el hospital, sin recuperar la conciencia. La confirmación cayó sobre ella como un golpe seco, aunque en el fondo ya lo presentía. Lo que la descolocaba por completo era la coincidencia entre el momento de la muerte y aquella especie de despedida que había sentido. La lógica le decía que era imposible, pero el corazón insistía en que había estado en contacto con su madre por última vez.
Al día siguiente, todavía en estado de shock, Clara recordó con claridad un detalle revelador: las palabras acerca del dinero retirado del banco y guardado en una caja dentro del armario, junto a los documentos personales. Con incredulidad y temor, decidió comprobarlo. Fue hasta la casa de Rosario, abrió el armario con manos temblorosas, buscó la caja y allí estaba, con el dinero intacto. El hallazgo la estremeció. Aquello confirmaba que lo vivido no había sido producto de la imaginación. Era como si Rosario, sabiendo que se marchaba, hubiera querido dejar un mensaje tangible, una prueba de que su presencia se mantenía más allá de la vida.
El funeral se celebró en la iglesia del barrio, rodeado de familiares y amigos que acompañaban a Clara y a su familia. Mientras observaba el rostro sereno de su madre en el ataúd, Clara comprendió que aquel cuerpo ya no era Rosario. La piel, los rasgos, la expresión calma… todo estaba allí, pero la esencia se había transformado. La mujer que la había criado, cuidado y amado durante más de cinco décadas ya no estaba en ese espacio físico. Su madre se encontraba en otra parte, en una dimensión que escapaba a la razón humana, pero cuya existencia Clara sentía con absoluta certeza.
El entierro fue duro, pero también extraño. Entre las lágrimas y la tristeza, Clara comenzó a experimentar una paz inesperada. Era como si, en lo más profundo de su ser, supiera que Rosario no había desaparecido, sino que se había transformado en una presencia distinta. Esa idea la acompañó desde entonces y se convirtió en una fuente de consuelo.
Con el paso de los meses, la vida continuó. Clara retomó sus rutinas, volvió al trabajo, acompañó a su marido y siguió atendiendo a sus hijos. Pero había momentos en los que, de manera automática, pensaba en llamar a su madre para contarle alguna anécdota cotidiana: la risa de su nieto, el nuevo puesto de trabajo de su sobrino, la flor que había florecido en su balcón. Y justo después, el recuerdo la golpeaba con crudeza: ya no podía marcar aquel número.
Lo sorprendente era lo que ocurría después. En los días siguientes a esos impulsos, casi siempre, Rosario aparecía en sus sueños. No de manera trágica ni angustiante, sino serena y luminosa. A veces simplemente estaba presente, como observando en silencio; otras, aparecía sonriente, transmitiendo una calma que impregnaba todo el sueño. Clara despertaba con lágrimas en los ojos, pero también con la certeza de que aquel lazo invisible seguía intacto.
Los años no borraron ese sentimiento. Al contrario, lo profundizaron. Clara llegó a comprender que la relación entre madre e hija no se limita al tiempo compartido en la tierra. Existe una conexión más allá de la biología, un vínculo espiritual que no se rompe con la muerte. Es una especie de cordón umbilical invisible que sigue vibrando a lo largo de la vida.
Cada aniversario de su madre se convirtió en un día especial, no solo de tristeza, sino también de gratitud. Clara encendía una vela, ponía flores frescas y dedicaba unos minutos al silencio, convencida de que, de alguna manera, su madre estaba allí, escuchando. No necesitaba palabras ni rituales complejos. Bastaba con cerrar los ojos y dejar que los recuerdos fluyeran para sentir esa presencia cálida y cercana.
A veces, en las noches de insomnio, repasaba la vida compartida con Rosario. Recordaba los olores de la cocina de su infancia, la manera en que su madre peinaba su cabello antes de ir a la escuela, las canciones que le tarareaba cuando estaba enferma. Cada detalle se transformaba en un puente hacia el pasado, pero también en un recordatorio de que la memoria es una forma de mantener vivos a quienes ya no están.
Clara también comprendió que no era la única en vivir experiencias de este tipo. Conversando con conocidos y leyendo testimonios, descubrió que muchas personas habían sentido la presencia de un ser querido justo en el momento de su muerte, incluso estando a kilómetros de distancia. Aquello le dio fuerza. No se trataba de un delirio personal, sino de una manifestación universal del amor y de la conexión entre almas.
Hoy, después de varios años, Clara continúa su vida con la serenidad de quien ha aprendido a convivir con la ausencia física, pero también con la certeza de una compañía espiritual. Cada vez que la tristeza amenaza con derrumbarla, recuerda aquel suceso inexplicable y el dinero en la caja del armario, la prueba tangible de que la despedida no fue un final.
La experiencia de Clara enseña que las madres nunca desaparecen del todo. Cambian de forma, de lugar, de presencia, pero siguen acompañando a sus hijos. Están en los sueños, en los recuerdos, en los gestos cotidianos que se repiten sin pensar. Están en esa voz interior que aconseja, en ese impulso repentino que guía, en ese consuelo misterioso que aparece en los momentos de mayor dolor.
Porque al final, Clara entendió que la frase más verdadera era también la más sencilla: una madre siempre está cerca, aunque ya no podamos verla.