Familia

La herida que nunca cicatriza…

Querida abuela.

Han pasado ya cinco años desde que te fuiste, y aún siento tu ausencia como si hubiera sido ayer. La casa está distinta desde entonces, como si faltara una luz que siempre brillaba. Recuerdo todo lo que viviste después del ictus, la lucha silenciosa y valiente que diste hasta el final. Resististe tanto tiempo, con tanta fuerza, que a veces parecía que podías vencer la enfermedad. Pero al final, la batalla fue demasiado dura incluso para ti.

Para mí siempre fuiste la mujer más hermosa. No hablo solo de tu rostro, de tu cabello rojizo que brillaba al sol o de tus ojos azules que parecían transparentes como el cielo. Hablo de esa belleza interior que hacía que todos en el pueblo te quisieran. La bondad que mostrabas a cada persona, la paciencia, la manera en que escuchabas sin juzgar, todo eso era lo que te hacía tan especial.

Mi infancia está llena de recuerdos contigo. Todavía puedo oler las tortitas que preparabas cada mañana. A veces me resistía a levantarme temprano, pero el aroma de tu cocina llenaba la casa y terminaba cediendo. El abuelo Antonio y tú nos despertabais con dulzura, aunque él siempre fuera más serio y tú más suave. Era una rutina que, aunque entonces parecía normal, ahora se siente como un tesoro irrepetible.

Eras también la voz de los cuentos por la noche. Me leías hasta que me vencía el sueño, y en esas historias tu voz se volvía mágica. Me enseñaste a soñar antes de dormir, a imaginar mundos diferentes. Y al día siguiente, trabajabas con mamá María en el jardín. Ese jardín era tu orgullo, lleno de flores y colores, cuidado con tanto esmero que parecía salido de un libro de cuentos. A veces te acompañaba a plantar, y aunque me cansaba rápido, recuerdo cómo reías cuando me llenaba de tierra las manos.

De ti aprendí las primeras cosas importantes. La cocina, la lectura, la escritura. Me enseñabas con paciencia, sin enfadarte, repitiendo una y otra vez hasta que lo lograba. Te encantaba discutir conmigo, en ese tono medio serio, medio divertido, como si quisieras que aprendiera a pensar por mí mismo. Nunca me gritaste, nunca me hiciste sentir menos, siempre supiste darme confianza.

Sé que también tuviste momentos duros con el abuelo. Él era severo, de carácter fuerte, y más de una vez discutisteis. Yo lo veía de niño y me asustaba. Pero después, cuando enfermaste, me quedó grabado cómo se volcó en ti. Te cuidaba con un amor que quizá nunca mostró con palabras, pero que estaba en cada gesto. Te daba de comer, te ayudaba a caminar, te trataba con una delicadeza que nadie habría esperado de un hombre tan rígido. Fue su manera de decirte cuánto te amaba.

Entre los recuerdos más vivos está aquella excursión a por setas, en las montañas de León. Yo tenía apenas ocho años, y todo me parecía gigantesco. El sol golpeaba fuerte, el bosque estaba lleno de vida, y el abuelo me explicaba cómo distinguir las setas buenas de las malas. Al principio yo solo tiraba de ellas sin cuidado, pero aprendí a hacerlo como él decía. Cuando subimos a lo alto y miré hacia abajo, sentí miedo. Me parecía imposible haber llegado tan alto. Al bajar, las piernas me fallaron y casi me caigo, pero el abuelo me sostuvo, y tú me cogiste la mano con firmeza. Juntos seguimos el camino. Esa imagen nunca se borrará de mi mente. Y lo mejor fue llegar a casa, cuando mamá y papá nos esperaban y preparamos entre todos las patatas con setas. Nunca una comida me supo tan bien.

Desde que te fuiste, algunas cosas se han ido borrando de mi memoria, y eso me duele. Por eso quiero pedirte perdón. Ojalá pudiera recordarlo todo con la misma claridad. Pero incluso cuando los detalles se pierden, el sentimiento sigue intacto. Sigo necesitando tus consejos, sigo echando de menos tus manos suaves, tu mirada tranquila.

Tu ausencia dejó una huella en todos nosotros. Mamá lloró mucho, y aunque con el tiempo aprendió a seguir adelante, nunca volvió a ser la misma. El abuelo se volvió más callado, más serio todavía. La casa se hizo más silenciosa. Y lo más triste es que muchos de tus bisnietos no llegaste a conocerlos. Habría sido hermoso verte con ellos en brazos, dándoles la misma ternura que nos diste a nosotros.

Dicen en el pueblo que siempre fuiste trabajadora, generosa y querida por todos. Algunos incluso cuentan que a veces eras demasiado blanda, que te preocupabas por todo. Pero esa sensibilidad era lo que te hacía única. Tenías un corazón grande, lleno de cariño, y una sabiduría que compartías sin reservas.

Tu partida tiñó de gris nuestra vida. El mundo se volvió un poco más frío, un poco más serio. Y, sin embargo, también nos dejaste tanto. Nos dejaste tu ejemplo, tu forma de amar, tu manera de cuidar de los demás. Nos enseñaste que la bondad nunca es en vano, que lo que sembramos en la vida queda en quienes nos rodean.

Abuela Valeria, fuiste la mejor abuela que alguien podría soñar. Me duele que no tuvieras más tiempo, que la vida no fuera más justa contigo. Pero confío en que descansas en paz, tranquila, sabiendo cuánto te quisimos y cuánto te seguimos queriendo.

Hoy, cada vez que pienso en ti, me doy cuenta de que sigues viva en nosotros. No solo en las fotos ni en los recuerdos, sino en lo que somos gracias a ti. Y aunque pasen los años, aunque los detalles se difuminen, hay algo que nunca cambiará: siempre estarás en nuestro corazón, acompañándonos en silencio, como una presencia que nunca se apaga.

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