Estilo de vida

La herida que nunca cicatriza…

Lucía tenía solo diecisiete años cuando entendió que estaba sola en el mundo. Esa mañana, al llegar a casa después de las clases, encontró a su madre, Carmen, dormida en el sofá, rodeada de botellas vacías y un cenicero lleno. El olor a alcohol impregnaba cada rincón. En la cocina, no había nada para comer. Solo un paquete de arroz abierto y un cartón de leche caducado.

Se preparó un té con agua del grifo y comió un trozo de pan duro. Mientras masticaba, escuchaba la respiración pesada de su madre. No era la primera vez. Desde que su padre las había abandonado cuando Lucía tenía tres años, todo había sido una lucha. Pero en los últimos años, Carmen se había rendido. El alcohol ocupó el lugar que antes llenaban los sueños.

Lucía empezó a trabajar en pequeños encargos: cortaba el pelo a vecinos, limpiaba escaleras, repartía publicidad. Guardaba cada euro que podía, escondiéndolo en un sobre bajo el colchón. No pedía nada. No esperaba nada. Aprendió muy pronto que en esa casa las palabras no servían de nada.

A los dieciocho, terminó su curso de peluquería y encontró una plaza como aprendiz en un salón del centro. Con el primer sueldo, alquiló un pequeño estudio. No se despidió de Carmen. Solo dejó las llaves sobre la mesa y cerró la puerta.

Los primeros meses de independencia fueron duros. Tenía que elegir entre pagar la luz o comprar comida. Dormía poco, comía menos. Pero, por primera vez, podía respirar sin miedo.

Entonces conoció a Marcos, un joven de veinticinco años que trabajaba en un taller mecánico. Él fue el primero en hacerla sentir vista. La invitaba a cenar, la llevaba en coche a la playa, la escuchaba de verdad. Por primera vez en su vida, alguien parecía preocuparse por ella. Y Lucía, agotada de sostener el mundo sola, cedió.

Se mudaron juntos al año siguiente. Por un tiempo, todo fue perfecto. Compartían sueños sencillos: ahorrar para un coche, viajar algún día, quizá tener un perro. Pero pronto las grietas empezaron a aparecer. Marcos quería tener hijos. Lucía no.

Le explicaba, con calma, que su infancia había sido demasiado dura, que no se sentía preparada, que le aterraba la idea de repetir la historia. Pero él insistía. Decía que “una familia de verdad” necesitaba niños, que eso los uniría más. La presión no venía solo de él, sino también de su madre y sus hermanas. Finalmente, agotada de discutir, Lucía cedió.

A los veinticuatro, nació Daniel.

El parto fue complicado y la recuperación lenta. Daniel lloraba casi todas las noches. Lucía no dormía, apenas comía, y empezó a perder peso de forma alarmante. Marcos ayudó las primeras semanas, pero pronto comenzó a llegar tarde, a pasar más tiempo fuera “por trabajo” y a quejarse de que ella estaba “siempre cansada, siempre de mal humor”.

Las discusiones se hicieron diarias. Marcos le reprochaba no saber “ser madre”. Ella intentaba explicarle que no podía con todo sola, pero sus palabras chocaban contra un muro. Las visitas de la familia de él no ayudaban: cada una traía críticas disfrazadas de consejos.

Cuando Daniel cumplió dos años, Marcos le confesó que había conocido a otra mujer. Dijo que necesitaba “volver a sentirse vivo” y que con Lucía todo estaba “muerto desde hace tiempo”.

Lucía no lloró. No le gritó. No pidió explicaciones. Solo le pidió que se fuera. Él aceptó sin protestar.

El primer año después del divorcio fue una guerra silenciosa. Marcos pagaba lo justo en pensión, pero pasaba cada vez menos tiempo con Daniel. Lucía trabajaba jornadas interminables en el salón, pero el dinero no alcanzaba. Pagaba alquiler, guardería, comida… y cada noche, cuando finalmente podía sentarse, se encontraba rodeada de facturas impagadas.

En un intento desesperado, llamó a Carmen. Hacía años que no hablaban. La respuesta fue fría, casi cruel. Carmen le reprochó haberla “abandonado” y le dijo que “cada una eligió su camino”. Aun así, le prestó algo de dinero, pero dejó claro que era un préstamo. Lucía lo devolvió en tres meses, dejando su propia nevera vacía.

La relación nunca se reparó. Y poco después, Carmen enfermó gravemente. Cirrosis. Lucía la visitó en el hospital, pero no hubo reconciliación. Ni una palabra amable. Tres semanas después, Carmen murió.

Lucía sintió un vacío extraño. Ni alivio, ni tristeza pura. Solo una sensación de final sin cierre.

Daniel creció. A los siete años, Marcos solicitó la custodia compartida. Lucía no podía permitirse un abogado, así que aceptó. Al principio, las cosas parecían funcionar: Daniel pasaba tiempo con ambos, la comunicación era tensa, pero posible.

Pero pronto notó los cambios. Daniel empezaba a hablar cada vez más de “lo bien que vivía en la casa de papá”: el jardín, el perro, los regalos. Cada vez que regresaba, Lucía sentía que entre ellos había un poco más de distancia. Intentaba compensarlo pasando más tiempo juntos, inventando juegos, ahorrando para comprarle pequeños detalles. Pero nada era suficiente.

Un día, Daniel le dijo, casi sin mirarla: “Mamá, en casa de papá todo es más divertido. Creo que quiero vivir allí más tiempo”.

Lucía sonrió. Asintió. No dijo nada. Pero esa noche, cuando se quedó sola, se derrumbó en el suelo de la cocina y lloró hasta quedarse sin voz.

La situación empeoró rápidamente. Marcos consiguió que el juez ampliara sus días de custodia. Daniel pasaba ahora solo dos fines de semana al mes con Lucía. El resto del tiempo, la casa estaba en silencio. Ese silencio pesaba más que cualquier grito.

Para llenar el vacío, Lucía empezó a trabajar más horas, incluso los domingos. Pero la fatiga la consumía. Tenía treinta y dos años y se sentía con sesenta. Apenas comía, apenas dormía. Cada noche miraba el móvil, esperando un mensaje de Daniel que casi nunca llegaba.

Un invierno, el salón de belleza donde trabajaba cerró por quiebra. Lucía, desesperada, intentó abrir uno pequeño con un préstamo. Durante un tiempo pareció funcionar, pero las deudas la asfixiaban. Entre la renta, los intereses y los gastos de Daniel, cada mes era una lucha.

La ansiedad se convirtió en un huésped permanente. El insomnio llegó después. Y con él, la sensación de estar atrapada.

El golpe final llegó una tarde de otoño. Recibió una llamada de Marcos:
—“Daniel quiere vivir conmigo definitivamente.”

El corazón de Lucía se detuvo por un instante. Intentó protestar, pero Marcos ya tenía todo preparado: abogado, documentos, argumentos. Dijo que Daniel “necesitaba estabilidad”, que en su casa tendría “mejores oportunidades”.

El juez estuvo de acuerdo.

Daniel se fue con una pequeña mochila y un “te quiero, mamá” casi susurrado.

Después de eso, el tiempo se volvió líquido. Los días y las noches se confundían. Lucía seguía trabajando, pagando deudas, comiendo cuando se acordaba. Pero dentro de ella, algo se había roto.

Un año más tarde, Daniel cumplió diez años. Le mandó un mensaje: “Feliz cumpleaños, mi amor. La tarta que te gustaba está esperando cuando quieras venir”.
No recibió respuesta.

Hoy, Lucía tiene treinta y cuatro años. Vive sola en un pequeño estudio cerca del mar, pero casi nunca va a la playa. Trabaja doce horas al día para mantener abierto su salón. No tiene pareja, no tiene familia.

En una estantería polvorienta guarda los dibujos de Daniel de cuando era pequeño. A veces los mira, pero ya no llora. Las lágrimas se secaron hace tiempo.

La última vez que lo vio fue hace seis meses. Pasaron dos horas juntos en un café. Daniel habló de su nueva escuela, de sus amigos, de su perro. Casi no la miró. Cuando se despidieron, Lucía sonrió, pero al cerrar la puerta del coche sintió un vacío que no supo cómo nombrar.

Ese vacío sigue creciendo.

A veces, al caer la noche, se sienta frente a la ventana abierta y escucha el sonido de las olas a lo lejos. En el silencio, se da cuenta de que ya no espera llamadas. Ya no espera reconciliaciones. Ya no espera nada.

El amor, piensa, no siempre salva. A veces solo deja cicatrices.

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