Familia

Entre el cuidado de su esposo y el recuerdo de las ofensas: la difícil elección de una mujer de buen corazón…

Entre el cuidado de su esposo y el recuerdo de las ofensas: la difícil elección de una mujer de buen corazón.

María estaba pasando por un período difícil últimamente: todo le tocaba hacerlo sola. Primero, su hijo Alejandro tuvo un accidente en motocicleta. La rehabilitación fue larga, y después de todo, le quedó una ligera cojera. Pero Alejandro no quería recordar el pasado: en cuanto pudo, se fue a la capital, como había soñado antes del accidente. Encontró trabajo, alquiló un apartamento, y conoció a una chica.

— A su esposo lo llevaron a cuidados intensivos —le dijo una vez por teléfono una colega de José.

— ¿Qué pasó? —Palideció María.

— Un derrame cerebral —explicó apresuradamente la interlocutora—. Menos mal que lo notaron a tiempo y llamaron a emergencias, lo acompañó nuestro jefe.

María no recordaba cómo llegó al hospital y encontró el departamento correcto. Un médico serio le explicó mucho, y ella intentaba captar lo esencial. Solo pudo respirar hondo después de varios días: la amenaza había pasado.

— No podemos hablar de una recuperación completa y rápida —dijo el médico—. Su esposo necesitará una rehabilitación prolongada.

La mujer estaba dispuesta a abrazar al médico, correr a la iglesia, voltear el mundo para salvar a José. Treinta años de matrimonio habían pasado por mucho, pero seguían siendo una verdadera familia. A María no le asustaba la necesidad de cuidarlo, buscar médicos, hacer ejercicios. Después de la historia con su hijo, esto ya le parecía conocido y superable. Lo principal era que José estaba vivo, y había una oportunidad de recuperación, aunque no fuera inmediata ni completa.

— No podré quedarme mucho tiempo contigo, —se disculpó Alejandro—. Sabes que, apenas me establecí, no me dan vacaciones.

— No hace falta —respondió su madre—. Tu padre necesita ayuda, y tú aún no te has recuperado. Yo me ocuparé de él, y tú cuídate a ti mismo. ¿De acuerdo?

Alejandro aceptó. Todavía arrastraba un poco la pierna, pero se sentía mucho mejor. Cuando su hijo se fue, María se las arregló entre el trabajo y la casa, como un ratón en una rueda. Decidió no tocar la casa de campo ese año. Todo su tiempo y energía se dedicaban al cuidado de su esposo. Él se recuperaba lentamente, pero incluso la ausencia de empeoramiento ya era una victoria.

Después de un mes de carrera así, María se sentía exhausta, pero no se quejaba y no pensaba rendirse. Aprendía a sobrevivir. Y entonces llamó la vecina de la madre de José.

— Carmen está muy debilitada —dijo ella—. Entiendo que José está enfermo, pero no tengo a nadie más a quién acudir.

— ¿Qué puedo hacer yo? —se desconcertó María—. José siempre se ocupó de su madre, no tenemos una relación cercana.

— Lo sé. Pero no tiene a nadie más que a ustedes. Por favor, visítala.

Para María, ese viaje fue una verdadera prueba. No había estado en la casa de Carmen en veinte años. Los familiares de su esposo no la habían aceptado, buscaban defectos, intentaban destruir su relación. María aguantaba hasta que Carmen la acusó de falta de integridad y dudó de la paternidad de José. Entonces María prometió no volver a cruzar ese umbral. José lo entendió y no insistió, él mismo visitaba a su madre, especialmente después de la muerte de su padre.

María no le mencionó el encuentro con la vecina a su esposo. Decidió primero resolverlo ella misma.

— Gracias por venir —dijo Carmen, demacrada, envuelta en un cálido chal—. Estoy en mi sano juicio, pero mis piernas ya no me obedecen.

— ¿En qué puedo ayudarte? —preguntó María—. ¿Necesitas alimentos, medicinas, un médico?

— Tengo una propuesta —continuó Carmen—. Ya no puedo más. Te dejo este apartamento.

— Nosotros tenemos un lugar donde vivir —respondió María.

— Sí, pero este apartamento luego se puede dejar a Alejandro —insistió Carmen—. Solo hay una condición: me cuidas hasta el final.

— No entiendo cómo te imaginas eso —dijo honestamente María—. José necesita cuidados constantes, trabajo, hay muchas cosas que hacer, simplemente no tengo tiempo.

— Lo has entendido todo. Piénsalo —terminó Carmen con firmeza—. Tenía esperanzas puestas en José, pero ahora solo puedo recurrir a ti. No me queda mucho tiempo, no te será una carga excesiva.

Esa noche, María no pudo dormir. No se lo mencionó a su esposo: temía preocuparlo. Él seguía hablando con su madre por teléfono, tratando de no entrar en detalles. Solo María conocía la verdad sobre todos y todo.

— Mamá, es tu decisión —dijo Alejandro—. Pero no necesito ese apartamento. La abuela nunca me quiso, y tú no podrás sola.

— Yo tampoco necesito su herencia —respondió María—. Pero si papá se entera de esto, puede sentirse muy triste. Y no puede preocuparse ahora.

— Entonces contratemos a una cuidadora —propuso Alejandro—. No la estamos abandonando, pero tampoco la llevamos con nosotros. No tendrás que ir a verla constantemente.

— ¿Y quién va a pagar?

— Todavía tiene el garaje que quedó del abuelo, que lo venda y pague —propuso él.

— Es verdad, es una buena idea —se alegró María.

Ella lo pensó todo, lo discutió cuidadosamente con José, y con su consentimiento, fue a ver a Carmen.

— No esperaba eso de ti —dijo ella fríamente—. ¿Todavía guardas resentimiento?

— No se trata de resentimientos, —respondió María—. No necesitamos su apartamento. Igual la ayudaríamos. Pero no puedo dividirme. La visitaré, y la cuidadora ayudará con lo demás.

— ¿Entonces debo dejar el testamento a ella?

— Es su decisión —respondió María con calma—. Piénselo, háganos saber.

Un par de días después, Carmen aceptó: habría una cuidadora, y el garaje estaría a la venta. María respiró un poco aliviada y se dedicó a buscar una mujer confiable. El tema del apartamento ya no le preocupaba. Lo principal era la recuperación de José y el bienestar de Alejandro.

Cuando, seis meses después, Carmen falleció, se supo que no había hecho ningún testamento.

Deja una respuesta