El último amor…
Manuel, un hombre jubilado de sesenta y dos años, estaba sentado en su cocina escuchando con atención. Los sonidos suaves de una melodía de piano llenaban el aire, acariciaban su corazón y despertaban recuerdos de juventud. Era la música de la nueva vecina, Ana, una mujer joven que había llegado hacía poco y vivía en el primer piso.
Cuando se mudó, los trabajadores tuvieron que cargar un piano pesado, aunque agradecían que no hubiera que subirlo por escaleras.
—Por eso elegí este piso —decía Ana riendo—, para que no sufrieran con el piano. Lo necesito para trabajar.
Ana era pianista acompañante en una filarmónica y vivía sola. No tocaba con demasiada frecuencia, y por eso los vecinos no se cansaban del sonido; al contrario, lo esperaban con agrado. La mayoría eran personas mayores y encontraban consuelo en sus interpretaciones.
—Nuestra Ana está tocando otra vez… —susurraban con una sonrisa.
Las piezas eran románticas, tranquilas, llenas de calma. Y quien más valoraba aquella música era Manuel.
—Así ni siquiera tengo que ir a la sala de conciertos —bromeaba Carmen, la mujer que ayudaba a Manuel con la casa.
Ella venía a cocinar y limpiar. Manuel la había contratado después de haber sufrido un infarto. La pensión era suficiente, pues antes de jubilarse había sido militar, y después trabajó como guía en un museo, un trabajo que le había dado gran satisfacción. Pero hacía un año que ya no podía hacerlo debido a su salud. Caminaba con bastón, cojeaba, consecuencia de una antigua herida.
Quedarse en casa le resultaba difícil. Aunque su cuerpo descansaba, su alma sufría de soledad. Le ayudaban la lectura y los paseos cortos.
—Claro que hay que ir a conciertos —respondía él a Carmen—. Una grabación nunca puede compararse con la música en vivo.

De vez en cuando iba a la filarmónica, especialmente a recitales de romance. Y desde que Ana era su vecina, había asistido a dos conciertos donde ella tocaba. No podía apartar la mirada de la pianista, tan concentrada y suave frente a su instrumento.
Después de esos conciertos, su estado de ánimo mejoraba como si hubiera tomado un remedio poderoso. Incluso volvía a tararear en casa. Y cuando Ana tocaba en su piso, él se sentaba en el punto donde mejor se oía y cerraba los ojos, imaginándola cerca.
En los encuentros casuales en la entrada o el patio, él la saludaba con una voz tranquila y ella respondía con amabilidad, sin sospechar la profundidad del afecto que había despertado.
Cuando Manuel comprendió que estaba enamorado, aceptó que no debía confesárselo. Ella era demasiado joven. Pero ese sentimiento le daba luz, no tormento. Él había enviudado hacía años. Su hijo Javier vivía con su familia en otra ciudad y lo visitaba de vez en cuando. Manuel no quería molestarlo.
Pero el sentimiento no se apagaba. Nacía de su música, de su belleza suave, de su presencia serena. Y entonces decidió escribirle. No para declararse, sino para agradecer. Escribió una carta con un lenguaje refinado, citando poesía, expresando admiración. La firmó de manera anónima y la dejó en el buzón.
Después de enviarla, se arrepintió, pensando que había sido una locura. Pero la siguiente semana escribió otra. Y después otra. No eran cartas largas, solo palabras hermosas y respetuosas, llenas de gratitud por la música y la luz que Ana daba al mundo.
Ana recibía esas cartas y las leía con una sonrisa leve. No sabía quién las escribía. No buscaba averiguarlo. Las guardaba sin darles demasiada importancia.
Manuel, por su parte, continuaba asistiendo a sus conciertos, feliz con solo verla tocar.
Un día, después de un concierto, estaba sentado en el banco frente al edificio. Ana llegó con sus partituras y un ramo de flores. Uno de los ramos cayó casi a sus pies. Manuel lo recogió y se lo entregó. Ella se sentó un momento a su lado, buscando las llaves en su bolso.
Hablaron brevemente. Él elogió el concierto, la selección de piezas, la interpretación. Ana lo escuchó con amabilidad.
—Usted habla como alguien que ama profundamente la música —dijo ella.
—Es lo único que siempre me ha acompañado —respondió él suavemente.
Ana sonrió y le ofreció conseguirle una invitación para la próxima presentación.
Manuel pasó una noche feliz. Pero al día siguiente su corazón falló. Lo llevaron al hospital.
Pasó dos semanas allí. Después de la recuperación, su hijo y su nuera insistieron en que se mudara con ellos para cuidarlo mejor. Todo sucedió rápido. Manuel dejó su casa sin poder despedirse de nadie. Ni de Carmen. Ni de Ana.
Ana se dio cuenta de que ya no llegaban cartas. Y aunque no había pensado mucho en ellas antes, cuando dejaron de venir, notó el silencio.
Solo tiempo después supo, por casualidad, que Manuel había estado muy enfermo y se había mudado. Poco después llegó la noticia de su fallecimiento.
Ana guardó silencio largo rato.
Luego guardó las cartas en una caja.
Un tiempo más tarde, llegó a la orquesta un nuevo violinista, joven, atento, tranquilo. Se llamaba también Manuel.
Ana no pudo evitar la asociación. No creía en señales. Pero algo en ello se sintió como un lazo invisible, suave como hilo antiguo.
Ella y ese nuevo Manuel se enamoraron, lentamente, sin prisas. Se casaron. La música los unía. No el destino, no la casualidad. La música.
A veces, cuando tocaba sola en casa, Ana pensaba en el vecino de mirada bondadosa, en las cartas, en el banco del patio.
Y entendía algo muy simple:
Algunas personas llegan a nuestras vidas no para quedarse,
sino para encender una luz interior,
para recordarnos que todavía somos capaces de sentir.
Y aunque ese amor nunca se vivió,
fue real.
Y eso fue suficiente.
