Familia

El día que mi hijo dejó de llamarme mamá y comenzó a llamarme solo cuando ella lo permitía…

Cuando mi hijo dejó de ser mi hijo.

Me llamo Teresa, tengo sesenta y cinco años, vivo en un pequeño piso en Almería y he sido madre soltera desde que tengo memoria. Nunca me casé. Mi mayor amor fue mi hijo, Esteban. Lo crié sola, con las manos agrietadas de tanto trabajar y el alma repleta de esperanzas.

Esteban nació de una relación breve con un hombre que no supo asumir su papel. Cuando él desapareció, yo decidí que no necesitábamos a nadie más. Aprendí a cambiar bombillas, a reparar grifos, a defendernos del mundo con uñas y dientes. Durante años, trabajé en la panadería del barrio desde las cinco de la mañana hasta la tarde, y por las noches cosía ropa para tener algo extra. Todo para que a Esteban nunca le faltara nada.

Era un niño tranquilo, de voz suave y ojos grandes. Siempre me abrazaba antes de dormir, y me decía que cuando fuera grande me compraría una casa con jardín. Decía que yo era su heroína. Y yo vivía para esos pequeños gestos.

Cuando cumplió dieciocho años, se marchó a estudiar ingeniería a Granada. Me costó dejarlo ir. Pero le preparé una maleta llena de ropa marcada con su nombre, una caja con fotos y cartas para que me sintiera cerca, y un tupper con albóndigas congeladas “por si no sabías cocinar todavía”, le dije entre risas. Lloré todo el camino de vuelta en el autobús.

Pasaron los años, y Esteban se convirtió en un hombre de éxito. Trabaja en una empresa tecnológica, viaja, gana bien. Me llamaba cada semana, me enviaba flores para mi cumpleaños y venía a verme cada Navidad. Era mi orgullo.

Todo cambió cuando conoció a Paula.

Al principio, fue amable. Me llamó para decirme que tenía novia y que quería presentármela. Me sentí feliz, ilusionada. Preparé una comida en casa, puse mi mejor mantel, cociné su plato favorito. Cuando llegaron, ella traía gafas oscuras, el móvil en la mano, y un bolso de marca que parecía más caro que todo mi comedor.

Paula no era grosera, pero su forma de hablar era seca, medida, como si cada palabra fuera parte de un guion. Comentó que la comida “olía fuerte”, que el piso era “curioso”, y que “en la ciudad había mejores médicos que aquí”. Yo intenté ser cordial, sonreí, le ofrecí té. Ella apenas lo probó.

Esteban parecía nervioso. Me miraba de reojo, como pidiéndome que no hablara mucho. Eso me dolió. Siempre habíamos tenido charlas largas, sin filtros. Esa noche, cuando se fueron, sentí que algo se había roto.

En los meses siguientes, las llamadas se redujeron. De semanales pasaron a mensuales. Después, a mensajes sueltos: “Hola, mamá. Todo bien. Estoy liado con el trabajo”. Cuando yo lo llamaba, a veces contestaba Paula. “Está ocupado, Teresa. ¿Le digo que llamaste?”, decía sin emoción.

Me repetía que debía entender. Que tenía una pareja, una vida nueva. Que yo ya había hecho mi papel. Pero… ¿es que ser madre tiene fecha de caducidad?

Una vez, fui a visitarlos a Madrid sin avisar. Fue un error, lo sé ahora. Llevé un regalo para su nuevo piso: una colcha bordada que hice durante meses. Paula me abrió la puerta con cara de sorpresa. “No esperábamos visitas”, me dijo, con la voz tan afilada como sus tacones. Esteban estaba en el trabajo. Me ofreció café, pero ni siquiera se sentó conmigo.

Cuando llegó Esteban, su cara era una mezcla de vergüenza y fastidio. Cenamos rápido. Paula no paraba de mirar el reloj. Me fui temprano, con la colcha sin abrir en una bolsa. Lloré en el tren toda la vuelta.

Después de eso, dejé de insistir. Pero una parte de mí no podía resignarse. Cada Navidad esperaba su visita, cada cumpleaños contestaba mensajes fríos con respuestas cálidas. Y cada año, el silencio era mayor.

No me odian, creo. Simplemente… me han apartado. Paula, con su inteligencia y su mundo elegante, ha borrado mi presencia. Y Esteban lo permite. Tal vez cree que es lo correcto. Tal vez piensa que me hace un favor dejándome “en paz”.

Hace unos meses, una vecina me dijo que lo vio en una entrevista en televisión. Lo vi por internet. Hablaba de innovación, de tecnología, de futuro. Ni una palabra sobre su origen. Nada sobre la madre que vendía pan desde el alba para comprarle libros. Nada sobre los días en que cosía sus disfraces a mano. Nada.

Me dolió, pero también sentí algo de orgullo. Es brillante, es fuerte. Todo lo que soñé.

Ahora, paso los días cuidando mi jardín de macetas, escribiendo en un cuaderno que guardo bajo la almohada. Escribo cartas que no envío. Algunas son para Esteban. Otras, para mí misma. Me repito que hice lo que pude. Que lo amé lo suficiente para dejarlo ir, aunque eso significara perderlo.

A veces me imagino un futuro distinto. Un día cualquiera, Esteban se presenta en la puerta. Me abraza. Me dice que lo siente. Que se dejó llevar. Que Paula… cambió. O que él mismo necesitó tiempo para comprender.

Pero sé que eso es sólo un sueño. Y me esfuerzo por no quedarme atrapada en él.

No le guardo rencor. Ni a ella. Ni a él. Solo me duele. Me duele que una madre pueda ser tratada como un recuerdo incómodo. Como una página ya leída.

Y sin embargo, sigo aquí. Con mi taza de té, con mis plantas, con mi cuaderno. Conservo la colcha, guardada en el armario. Tal vez algún día la necesiten.

Tal vez algún día vuelvan. Tal vez no.

Pero yo… yo nunca dejaré de ser su madre.

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