Familia

Despedida sin palabras: el dolor de un padre que perdió a su hijo y no pudo decirle lo que quería…

Al anciano se le murió su hijo.

Ya por la mañana, al despertarse en la pequeña habitación que ocupaba nueve meses al año, vio cerca del sofá una mariposa muerta. Aún era temprano para las mariposas, pensó el anciano sorprendido; permaneció un rato acostado hasta que el dolor de la espalda se calmó un poco, bajó los pies al suelo con cuidado de no gemir, levantó la mariposa del suelo y, encorvado, se arrastró hasta la ventana para tirarla por la ventana abierta. Pero no calculó bien y la mariposa cayó entre los cristales de la ventana. Decidió deshacerse de ella más tarde. Ahora tenía que moverse un poco para aliviar el dolor de espalda, cambiarse de ropa y poner a calentar el hervidor.

Pero antes de que el hervidor comenzara a hervir, el anciano supo que su hijo había muerto. Un hijo ya adulto. Un hombre ajeno que surgió de aquel niño terco al que él y su esposa adoraban. Al hijo adulto solo lo adoraba su esposa. El anciano apenas lo conocía. No lo entendía. No lo aprobaba.

-¡Mario, abre la puerta! ¡Olvidé mi pase!

La mañana comenzó en la escuela. Generalmente, el anciano era estricto, gritaba a quienes llegaban sin pase, a quienes hacían ruido, a quienes azotaban la puerta. A veces, ni los dejaba entrar.

Hoy simplemente presionó el botón del control remoto, cerró la habitación, se sentó en una silla y se quedó mirando al suelo, con la cabeza entre las manos. Tal vez debería pedir permiso en el trabajo, comprar un boleto para regresar a casa. El funeral, le dijeron, sería en cuatro días, así que tendría tiempo.

El anciano no podía entender si estaba orgulloso de su difunto hijo o enojado con él. ¿Cómo lo sobrellevaría su esposa? Porque ni siquiera había dejado nietos.

Poco después de dos horas, el anciano salió de su habitación, arregló un permiso para ausentarse con su jefe, se cambió a su ropa habitual, empacó una bolsa y salió de la escuela en silencio.

Regresó tres semanas después. Podría haberse quedado otra semana, claro, pero su esposa le dijo: «Vete. Aquí ya no puedes hacer nada. Solo te estás castigando».

Tenía razón. Solo en casa el anciano comprendió completamente lo que había sucedido. Su hijo había muerto. Y ni siquiera tuvieron una última conversación significativa. No se entendieron. No se abrazaron antes de la despedida.

Él se sentó junto a la ventana, mirando el cielo que se oscurecía. En su alma reinaba un silencio, igual que en la casa. Su hijo se había ido y cada día la ausencia se sentía más profunda. Aún no podía creer que esa persona, a quien amaba tanto, ya no estaba a su lado. Una simple llamada, un encuentro, una conversación, y ahora todo eso quedaba en el pasado.

Él nunca pensó que podría extrañar tanto a alguien a quien todavía tenía tanto que decir. En su mente flotaban miles de palabras que no había podido pronunciar. No le había dicho lo orgulloso que estaba de sus logros, lo importante que era para él cada uno de sus pasos, cada decisión. Nunca le dijo cuánto lo amaba, a pesar de todas las diferencias y malentendidos.

Cada día recordaba momentos en los que podría haber dicho algo importante, consolar, apoyar. Pensaba en esas discusiones que parecían tan significativas en ese momento, pero que ahora no eran más que polvo en su memoria. Podría haber sido más tolerante, más atento. Podría haber pasado más tiempo con su hijo, escucharlo, en lugar de solo dar consejos.

Pero ahora era tarde. Trataba de guardar silencio, pero dentro de él se agolpaban palabras que no podían salir. Podría haberse disculpado por todos sus errores, podría haberle dicho cuán importante fue esta conexión para él. Sabía que si pudiera regresar en el tiempo, hablaría de una manera completamente diferente.

En la sala vacía, donde antes había tantas conversaciones y risas, ahora reinaba el silencio. Y el anciano comprendía que lo más amargo no era que su hijo se hubiera ido, sino que no alcanzó a decirle todo lo que llevaba en el corazón. El tiempo no da oportunidades, se va, y las palabras quedan sin decir.

El hijo del anciano murió siendo un héroe. Y eso ya quedará con el anciano para siempre. No fue en vano, al parecer, que el anciano vivió su vida de esa manera.

Solo que es doloroso. Doloroso estar en casa. Doloroso ver el dolor. Se siente muy solo el anciano en casa. La esposa calla, revisa las fotografías. El anciano también calla, sumido en sus recuerdos.

Justo antes de partir, el anciano fue al cementerio. Habló con su hijo por última vez. Fue una buena conversación, sentida. El funeral de su hijo fue hermoso. Acarició con la mano el montículo junto a la bandera. Llegará el momento en que él y su esposa también descansen allí. Cuando llegue el momento.

El anciano regresó a la escuela tarde por la noche, y a la mañana siguiente ya estaba en su puesto.

-Sin pase no puedes pasar. No, ya no lo permitiré más. Te di el último pase muchas veces ya. Dije que no pasarás.

-¡Oh, Mario, qué bueno verte de vuelta!

-¡Has regresado, genial! Chicos, Mario ha vuelto.

-No me vengas con cuentos, no pasarás.

-Bueno, Mario, por favor, por última vez.

Por cierto, la mariposa no había muerto. Ese mismo día se recuperó y voló por la ventana.

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