Cuando pensaba que todo había terminado, la vida me regaló un nuevo comienzo…
La segunda cosecha de Julián
Julián Ortega tenía 71 años cuando perdió a su esposa, Teresa. Vivieron juntos más de cuatro décadas en una finca en las afueras de Valladolid, rodeados de viñedos y silencio. Teresa era su compañera en todo: podaban juntos las parras, recogían aceitunas en otoño, cocinaban juntos cuando llovía. No tuvieron hijos, pero sí una vida compartida, tranquila y sin grandes alardes. Se conocieron jóvenes, se enamoraron rápido y jamás se separaron. Hasta que el cáncer se la llevó en solo tres meses.
Tras el funeral, Julián se encerró en casa. No quería ver a nadie, ni siquiera a su hermana menor que venía de vez en cuando desde Palencia. Dejó de trabajar el campo, de atender a las gallinas. Las uvas se secaron en las vides. La casa se volvió un lugar inmenso y frío. Solo salía para comprar pan y medicinas. Había días que ni eso.
Pasaban las semanas, y Julián solo pensaba en Teresa. La veía en las tazas de café, en las botas de agua junto a la puerta, en la radio que ella siempre ponía al amanecer. Dormía mal, comía peor. Tenía pesadillas, despertaba llorando. No sabía qué hacer con tanto tiempo sin ella. Incluso pensó en vender la finca.
Una tarde de febrero, su sobrina Lucía lo visitó. Llegó sin avisar, con una bufanda roja que su tía le había tejido. Le llevó una tarta y una carpeta con folletos.
—Tío, me preocupa verte así —le dijo sin rodeos—. Teresa no querría esto. Mira lo que encontré: hay un taller de escritura para mayores en la biblioteca del pueblo. Solo los jueves. Podrías probar.
—¿Escribir? —refunfuñó Julián—. Apenas tengo estudios.
—No hace falta —dijo Lucía, sonriendo—. Solo hace falta que tengas algo que contar. Y tú tienes mucho.
Él no respondió. Pero esa noche, después de calentar sopa en el microondas, hojeó los folletos. En uno decía: “Escribir para sanar”. Lo dejó en la mesa, junto a la foto de boda. Al día siguiente, lo guardó en su chaqueta.
La biblioteca quedaba a tres paradas en autobús. Hacía años que no salía tan lejos. Al llegar, le sorprendió ver a otras quince personas mayores, con cuadernos, termos de café, caras abiertas. Algunos hablaban entre sí, otros miraban por la ventana. La profesora, Carmen, era una mujer dulce, de cabello gris y voz pausada. Les pidió escribir sobre su infancia. Julián temblaba con el bolígrafo, pero al final escribió dos páginas sobre la vieja bicicleta azul que su padre le regaló a los nueve años.
—Esto es hermoso, Julián —le dijo Carmen—. Tienes una forma muy honesta de contar. ¿Te gustaría leerlo?
No se atrevió, pero al volver a casa lo releyó tres veces. Y escribió más. Cada semana esperaba el jueves como si fuera un festejo. Se despertaba temprano, preparaba ropa limpia, recortaba sus uñas. Empezó a afeitarse otra vez. A comer caliente. La finca seguía descuidada, pero algo en su interior se volvía a poner en marcha.
Un día, al final de la clase, Carmen repartió tareas: un concurso de cuentos de la provincia. “No es obligatorio”, dijo, “pero sería bonito participar”. Julián escribió una historia sobre un hombre que hablaba con los árboles porque echaba de menos a su esposa. Lo firmó como J. Ortega. No esperaba nada.
Un mes después, recibió una carta. Había ganado el segundo premio.
El reconocimiento fue como un disparo de luz. Le invitaron a leer su cuento en un evento público. A regañadientes aceptó. Carmen le ayudó con los nervios. Esa noche, al bajarse del escenario, alguien lo felicitó con una voz suave.
—Me encantó tu historia. Me recordó a mi padre, que hablaba con los olivos.
Era Elena, una mujer de 68 años, bajita, con gafas de marco verde y sonrisa amplia. Había sido maestra rural. Tenía tres hijos y cinco nietos, pero vivía sola. Amaba los libros, el cine clásico y el pan con tomate.
A Julián le costaba iniciar conversaciones, pero Elena hablaba lo justo y con ternura. Coincidieron en otras clases. Luego en un café. Después en paseos por el parque. Al principio, Julián sentía que estaba traicionando a Teresa. Pero una noche soñó con ella, que le decía: “No estés solo, tontorrón. Yo ya viví mi parte contigo”.
Ese sueño fue el permiso que necesitaba.
Pasaron los meses. Julián y Elena no se apresuraron. Compartían libros, iban juntos a ver exposiciones o al mercado de productos ecológicos. A veces cocinaban. A veces simplemente se sentaban en silencio a ver llover. Él volvió a cuidar la finca, esta vez con Elena ayudando con los tomates. Ella le enseñó a hacer mermelada. Él le enseñó a usar un taladro.
Un día Elena le propuso una idea:
—¿Y si organizamos un club de lectura para mayores en la biblioteca? Pero con meriendas caseras.
Así nació el “Círculo de las Palabras”. Cada quince días se reunían diez o doce personas, leían cuentos, bebían infusiones, compartían recetas, recuerdos, anécdotas. Era más que literatura: era comunidad.
A veces, alguien lloraba al leer en voz alta. Y todos lo comprendían. En ese círculo nadie se sentía solo.
Cuatro años después de la muerte de Teresa, Julián no la había olvidado. Nunca lo haría. Pero había dejado de hablarle a su ausencia y había empezado a hablarle a la vida otra vez.
Aún dormía en el lado derecho de la cama. Aún guardaba la taza azul que ella usaba. Pero también había una nueva luz en su casa: Elena. No vivían juntos, pero se quedaban a dormir en la casa del otro según la semana. No se hablaban de amor con grandes palabras, pero se cuidaban como quien riega un jardín.
El año pasado, Julián cumplió 75. Elena le organizó una fiesta sorpresa en la biblioteca. Fueron todos: del taller de escritura, del club de lectura, del mercado, incluso los nietos de Elena. Hubo música de los años 60, tortilla de patatas, y una tarta con una dedicatoria sencilla:
“Por la segunda cosecha. Porque a veces lo mejor florece después del dolor.”
Julián lloró. Pero esta vez, no de tristeza.