Cuando la abuela se convierte en niñera: una historia sobre lo fácil que es olvidar que mamá también es persona…
Cuando la abuela se convierte en niñera: una historia sobre lo fácil que es olvidar que mamá también es persona.
Nina tardó mucho tiempo en armarse de valor antes de decidirse a mudarse con su hija. La soledad en su apartamento en la ciudad se volvía insoportable, especialmente por las tardes. Sus nietos rara vez venían de visita, su hija siempre estaba ocupada, y sus amigas se dedicaban a su salud, sus propios nietos, y sus casas de campo. Cuando su hija, Clara, la invitó a vivir con ella en los suburbios, Nina al principio se alegró: por fin tendría compañía, una casa llena de gente, risas de niños, conversaciones.
– Mamá, ¿qué haces allí sola? – le insistía Clara. – Aquí tenemos mucho espacio, la casa es grande, los niños necesitan una abuela, y yo necesito ayuda. Sabes que el negocio no espera, y yo sola no puedo con todo.
Clara había dado a luz a gemelos hace seis meses, y aparte de ellos había otros dos niños en la familia.
Nina dudó mucho, pero al final cedió. Recogió sus cosas y se mudó a la nueva casa. La recibieron con alegría: los nietos mayores presumían de sus logros, Clara estaba encantada de tener ayuda, solo el yerno saludó y enseguida se fue al garaje.
Los primeros días todo era nuevo. La casa era espaciosa, luminosa, con una cocina enorme, los niños siempre haciendo preguntas, corriendo, riendo. Nina ayudaba con los gemelos – lloraba uno, luego el otro. Clara salía temprano por sus asuntos, y Nina se quedaba con los pequeños, el mayor que iba a la escuela en el turno de tarde, y el mediano, al que había que llevar al jardín de infancia.
– Mamá, de todos modos estás en casa – decía Clara. – Quédate con los pequeños, no tardo.
– Claro, hija – asentía Nina, aunque ya empezaba a sentirse un poco cansada.
Por la noche, todos se reunían en la cocina, Nina cocinaba la cena para la gran familia y luego limpiaba los platos y la casa. El yerno llegaba, asentía con seriedad y a veces decía:
– ¿Otra vez pasta? ¿Podrías hacer algo diferente mañana?
Nina sonreía, pero dentro de ella empezaba a crecer una inquietud.
Pasó el primer mes viviendo con la familia de su hija, y Nina se dio cuenta de que estaba más cansada que nunca. Los gemelos requerían atención cada minuto. El nieto mayor siempre discutía, no quería hacer sus deberes, y el mediano montaba rabietas en el camino al jardín de infancia. Clara regresaba tarde, a veces ni siquiera cenaba en casa.
– Mamá, no te imaginas cómo fue el día de hoy – se quejaba al quitarse los tacones. – Estoy tan agotada que ni puedo hablar. Gracias a ti logro hacer todo.
Nina asentía, pero no tenía fuerzas ni para quejarse. El yerno cada vez se quejaba más:
– Otra vez desorden en el pasillo. ¿Quién va a limpiar?
– Yo limpiaré – suspiraba Nina.
– No te olvides de comprar pan mañana – añadía él.
Nina anotaba todo en una libreta: comprar pan, llevar al mediano al jardín de infancia, comprar pañales para los gemelos, preparar el almuerzo, limpiar la cocina, planchar la ropa. Por la noche, se dejaba caer en la cama y pensaba: ¿cuándo voy a vivir para mí?
Salir a la ciudad era casi imposible. El autobús pasaba dos veces al día y, para llegar a la parada, había que caminar un kilómetro por un camino de tierra. Sus amigas llamaban cada vez menos, cada una con sus propios asuntos, y Nina parecía cada vez más lejana para ellas. Intentaba leer, tejer, pero apenas abría un libro cuando alguno de los niños comenzaba a llorar o demandaba atención.
Una noche, Nina intentó hablar con su hija:
– Clara, me resulta difícil manejar todo sola. No soy de hierro, necesito un poco de descanso.
Clara hizo un gesto con la mano:
– Mamá, por favor aguanta. Realmente necesito tu ayuda ahora. Sabes que tengo el negocio, no puedo dejarlo todo.
– Pero yo tampoco puedo – respondió Nina tímidamente.
– Mamá, ¿por qué empiezas otra vez? Tú misma querías estar con la familia.
Nina se calló. Se dio cuenta de que su hija no la escuchaba, que solo le venía bien que la madre se encargara de la casa y los niños.
Con el tiempo, Nina comenzó a sentirse cada vez más extraña en esa gran casa. Los niños eran a la vez alegría y prueba. El mayor se volvía cada vez más respondón:
– Abuela, no te metas.
El mediano hacía escenas por cualquier cosa:
– No quiero ir al jardín de infancia, abuela, que mamá me lleve.
Los gemelos crecían, necesitaban cada vez más atención. Nina ni recordaba la última vez que se tomó un té tranquilo o vio su programa favorito. El yerno estaba cada vez más irritado:
– ¿Por qué otra vez zapatos sucios en la entrada? ¿Por qué migas en la cocina? ¿Qué desorden hay en la casa?
Nina intentaba no hacer caso, pero la ofensa se acumulaba. Cada vez pensaba más en su antiguo apartamento: aunque fuera pequeño, aunque solitario, al menos era suyo. Allí se sentía más una empleada doméstica que madre y abuela.
Una mañana, cuando Clara se fue nuevamente por sus asuntos y el yerno al trabajo, Nina se quedó sola con los cuatro niños. El mayor no quería ir a la escuela, el mediano armaba una rabieta, los gemelos lloraban por turno. Nina no aguantó, se sentó en la cocina y rompió a llorar.
Por la noche, cuando Clara regresó y vio a su madre exhausta, solo suspiró:
– Mamá, ¿por qué te pones así otra vez? Todo está bien. Estás con los niños, la casa está llena, no estás sola.
– No descanso ni un minuto – dijo Nina. – No puedo seguir así.
– Pero tú misma querías ser útil – respondió Clara con desprecio. – Aguanta un poco más, después será más fácil.
Nina comprendió que para su hija su cansancio no significaba nada. Lo importante era que fuera conveniente.
El segundo mes en casa de su hija se alargaba interminablemente. Nina comenzó a despertarse por la noche con ansiedad: en sus sueños, escuchaba los llantos de los niños, las quejas del yerno. Por la mañana se levantaba agotada, pero el día comenzaba con nuevas obligaciones. Los nietos se enfermaban por turnos, fiebre uno, dolor otro, el tercero con dientes que asomaban. Nina corría por la casa cambiando pañales, cocinando gachas, recogiendo juguetes.
Un día no soportó más y llamó a su amiga:
– Lidia, no sé qué hacer. Pensé que solo sería abuela, pero me he convertido en niñera para cuatro niños y ama de llaves.
– ¿Has hablado con Clara? – preguntó Lidia.
– Lo intenté – suspiró Nina. – Le viene bien que cargue con todo. No me escucha.
– ¿Quizás deberías volver a casa? – sugirió Lidia.
– ¿Y cómo? Ahora estoy atada – sonrió amargamente Nina. – Ni salir a la ciudad, ni irme, Clara espera ayuda.
En ese momento, el nieto mediano entró corriendo, seguido del mayor, uno de los gemelos empezó a llorar. Nina se despidió de su amiga y volvió a sumergirse en la vorágine de las tareas del hogar.
Por la noche, Clara regresó, cansada e irritada, y preguntó:
– Mamá, ¿te olvidaste de comprar leche?
– No tuve tiempo – confesó Nina. – No puedo con todo sola.
– ¿Vas a quejarte otra vez? – replicó Clara con irritación. – Estoy trabajando, alguien tiene que ayudar.
Nina se sintió como un estorbo en esa casa. Entendió que nadie le preguntaría cómo se sentía, ni le ofrecería ayuda. Todos daban por hecho que la abuela se las arreglaría.
Esa noche, tardó en dormirse. Pensamientos corrían por su mente: ¿será siempre así? ¿Había errado al pensar que en una gran familia sería más fácil y divertido? Todo lo que quería era un poco de conversación, afecto, apoyo. En cambio, recibió trabajo interminable e indiferencia.
Una de esas noches, Nina se despertó por un ruido – uno de los gemelos lloraba otra vez. Se levantó, acunó al bebé y lo volvió a acostar; pero ella no pudo volver a dormir. Acostada, mirando al techo, de repente comprendió con claridad: si no se iba ahora, se perdería completamente. No se rejuvenece, su salud cada vez defrauda más, y las fuerzas para este interminable ciclo de cuidados no aumentan. Se sintió ansiosa, pero también extrañamente tranquila – la decisión llegó sola.
A la mañana siguiente, mientras Clara se preparaba para ir a trabajar, Nina le dijo calmadamente:
– Hija, he decidido volver a casa. Ya no puedo más, me resulta muy difícil.
Clara ni siquiera lo creyó de inmediato:
– Mamá, ¿hablas en serio? ¿Y qué pasará con los niños? ¿Cómo voy a hacer todo?
– Te las arreglarás – respondió Nina con suavidad. – De verdad estoy cansada. Necesito un poco de vida para mí.
Clara se ofendió, dándose la vuelta:
– Claro, dejarme todo a mí es lo más fácil. Yo contaba contigo…
Nina guardó silencio. Comprendió que su hija no veía su cansancio, simplemente le era conveniente tener a la madre cerca haciendo todo. Ese mismo día, Nina empaquetó sus cosas, besó a sus nietos, se despidió de la casa que nunca llegó a sentir como suya, y llamó a un taxi para regresar a la ciudad. Nadie la ayudó con sus bolsas, nadie la acompañó hasta la puerta.
En el camino, Nina miraba por la ventana y pensaba: ¿es que acaso soy una mala madre y abuela por no haber podido quedarme? Pero cuanto más cerca estaba aquel edificio familiar, más ligera se sentía su alma. En casa le esperaba el silencio, su sillón favorito, el viejo televisor y la tranquilidad. Por primera vez en dos meses, sintió que volvía a ser dueña de sí misma.
Clara no llamó. Solo el nieto mayor le envió una imagen graciosa por teléfono una semana después. Nina sonrió, pero no llamó de vuelta. Había decidido: ahora viviría para ella misma, aunque sola, sin ese constante sentimiento de culpa y agotamiento. El apartamento estaba en silencio, pero era un silencio que ya no se sentía vacío, sino como un ansiado respiro de paz.