Familia

Cuando ella ya no recordaba mi nombre, yo seguía susurrándole ‘te amo’ cada mañana…

Cuando ella ya no recordaba mi nombre, yo seguía susurrándole ‘te amo’ cada mañana.

Durante muchos años, compartieron una vida sencilla, sin grandes lujos, pero llena de detalles que hacían que cada día tuviera sentido. Ella preparaba el desayuno cada mañana, aunque fuera sólo una tostada y café. Él regaba las plantas del balcón y le contaba chistes malos que sólo ella encontraba graciosos. No necesitaban más. Se tenían el uno al otro.

Los años pasaron como una brisa tibia: suaves, pero constantes. Los hijos crecieron, se fueron a otros lugares, formaron sus propias familias. La casa, antes llena de ruido, de pasos apresurados y carcajadas infantiles, fue quedando en silencio. Pero a ellos no les importaba. Habían aprendido a convivir con la quietud. En ese silencio también había amor.

Ella empezó a olvidarse de pequeñas cosas. Al principio, eran detalles sin importancia: dónde había dejado las llaves, qué día de la semana era. Él lo tomaba con humor, le hacía bromas cariñosas y le ayudaba sin que se sintiera torpe. Pero con el tiempo, los olvidos se volvieron más profundos. Olvidaba nombres, caras. A veces, incluso se despertaba asustada, sin reconocer el lugar donde estaba.

Cuando llegó el diagnóstico, no se sorprendieron. Ya lo presentían. Alzheimer. Una palabra pesada, que cae como un martillo. Una palabra que asusta, porque no tiene cura, porque va robando a la persona que amas sin que puedas detenerla.

Él no dudó ni un segundo. Canceló todos los compromisos que tenía. Dejaron de salir tanto. Vendió el coche. Aprendió a cocinar sus platos preferidos, aunque nunca antes había sido bueno en la cocina. Aprendió a peinarla, a vestirla con paciencia, a calmar sus miedos cuando se desorientaba.

Algunas mañanas, ella despertaba y lo miraba como a un extraño. Le preguntaba quién era. Eso le partía el alma. Pero no lo mostraba. Le sonreía y le decía: «Soy el hombre que te ama desde que tenías veinte años». A veces, eso bastaba para que ella sonriera de vuelta. A veces no. Pero él nunca se enojaba.

Había noches duras. Noches sin dormir. Días en que ella lloraba, gritaba, le decía cosas hirientes, empujada por el miedo, por la confusión. Y él seguía ahí. Como una roca en medio de la tormenta. Como el faro que no deja de brillar, aunque nadie lo mire.

Los médicos le recomendaron llevarla a un centro especializado. Le dijeron que era demasiado para un solo hombre, que necesitaba ayuda. Pero él se negó. «Yo le prometí que estaría con ella en la salud y en la enfermedad», respondió. «No es una carga. Es mi amor.»

Y así fue. Día tras día. Año tras año. Hasta que ella dejó de hablar. Hasta que dejó de caminar. Hasta que ya no podía siquiera sostener su mirada. Pero él seguía ahí. Le leía en voz alta los libros que le gustaban, aunque ya no respondiera. Le ponía música suave. Le hablaba como si ella entendiera todo, como si el amor fuera más fuerte que la enfermedad.

Una tarde, mientras le sostenía la mano, ella exhaló por última vez. Él lo supo sin que nadie se lo dijera. La miró con lágrimas en los ojos, pero también con paz. Había cumplido su promesa.

Hoy, cuando alguien le pregunta cómo pudo soportarlo, él responde con serenidad: «Porque la amaba. Porque un amor verdadero no desaparece con la vejez, ni con la enfermedad. Porque cuidar de ella fue mi manera de seguir diciéndole cada día cuánto significaba para mí.»

A veces, va al parque donde solían caminar. Se sienta en el banco donde solían conversar. Mira el cielo y le habla en silencio. No con tristeza, sino con gratitud. Porque tuvo la dicha de amar y ser amado. Porque, aunque ya no esté a su lado, ella vive en cada rincón de su memoria, en cada gesto que aprendió por ella, en cada plato que aún cocina recordando su sonrisa.

El amor, ese amor que no pide, que no exige, que sólo da… ese amor no se olvida. Y quienes lo viven, aunque solo sea una vez en la vida, son afortunados.

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