Familia

«¿Acaso eres un mandilón?» — La suegra se escandaliza al ver a su hijo preparando el desayuno…

Mi suegra, vino a visitarnos por primera vez en ocho años, desde que me casé con su hijo, Javier. Vivía en un pueblo cerca de Toledo, y casi nunca salía de allí: la edad, la salud y las obligaciones del campo la mantenían atada. Pero un día anunció: «Voy a ver cómo vivís. Al fin y al cabo, sois mi familia, tenéis un piso en hipoteca… necesito verlo con mis propios ojos».

La verdad es que me alegré. En todo este tiempo, ni una visita, ni una felicitación, ni un simple «¿Qué tal?» por teléfono. Tenía la esperanza de que, quizá, el hielo se rompiera. La recibimos como a una reina: le enseñamos la casa, le preparamos sus platos favoritos, le dimos una bata cómoda y zapatillas mullidas. Tanto Lucía como yo nos esforzamos, aunque el trabajo y las tareas de la casa no paraban. Pero era nuestra invitada, y queríamos que se sintiera como en casa.

Los primeros días transcurrieron sin incidentes. Hasta que llegó el sábado. Esa mañana, Lucía decidió dormir un poco más—estaba agotada después de una semana trabajando como una mula. Javier, en cambio, se levantó temprano. Es un hombre cariñoso, atento, al que le gusta hacer detalles. Así que decidió prepararnos el desayuno.

Desde la cama, medio dormido, escuché el trajín de la cocina: el chisporroteo de la sartén, el café filtrándose, el aroma del pan tostado con mantequilla. Sonreí para mí mismo. Mi hombre. Mi Javier atento. Pero la paz duró hasta que Carmen apareció en la cocina con los ojos como platos.

—¡¿Qué demonios estás haciendo?! —su voz resonó como un trueno—. ¡¿Un hombre en la cocina, con delantal y todo?!

—Mamá, solo quise hacer el desayuno. Lucía está cansada, y a mí me gusta cocinar, ya lo sabes…

—¡Quítate eso ahora mismo! ¡Un hombre no se pone a freír huevos como una criada! ¡Tu padre ni siquiera se lavaba su propio vaso! ¿Y Lucía? ¿Por qué sigue durmiendo? ¡Eso es cosa de ella, no tuya! ¡Vaya mandilón te has vuelto, da vergüenza ajena!

Me quedé en la habitación, apretando la almohada, sin saber si reírme o salir a defender a mi marido. Sus palabras me revolvían el estómago. Sentía vergüenza por Javier, rabia por mí mismo, y miedo de que esta visita terminara por romper algo entre nosotros.

Finalmente, salí cuando los gritos subieron de tono. Javier seguía con la espátula en la mano, el revuelto quemándose en la sartén, mientras Carmen mascullaba algo sobre «hombres de verdad» y «dónde vamos a parar».

No quedó más remedio que prepararle una tila—si no, la señora habría reventado de un infarto allí mismo. Me senté a su lado, le tomé la mano y le expliqué con calma:

—En esta casa hacemos las cosas diferente. Somos compañeros. Lucía trabaja, limpia, cocina… y Javier también ayuda. Porque quiere. Porque me quiere. ¿Es eso tan malo?

Pero no escuchó. Su rostro era una máscara de desaprobación. No dijo nada, pero su mirada gritaba: «Le has convertido en un pelele». Y cuando se marchó dos días después, sin siquiera un abrazo de despedida, entendí que jamás aceptaría nuestra manera de vivir.

Más tarde, Javier me contó que Carmen había llamado a su padre para quejarse: «Nuestro chico se ha puesto a servir a su mujer, pobrecito, ni puede dormir—ahí está, como un pinche de cocina». Y entonces pensé: qué triste es criar a un hombre para que tema ser bueno. Para que el cariño se confunda con debilidad. Para que el amor se llame «verguenza».

No estoy enfadado. Solo me da pena. Por ella, por haber vivido en un mundo donde la cocina era una cadena. Por él, por haber tenido que defenderse por ser un buen marido. Y por mí, porque de verdad creí que, esta vez, las cosas serían distintas.

Pero al menos sé una cosa: mi hombre no es un «mandilón». Es alguien que sabe amar. Y si a alguien le molesta… ese es su problema, no el mío.

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