Pensé que tendría una segunda oportunidad. Me equivoqué…
Nadie en el barrio se sorprendía ya de ver la casa de Elena siempre con las cortinas cerradas. Desde que su marido, Tomás, había fallecido, ella había cambiado sus hábitos. Antes solía abrir las ventanas todas las mañanas para que entrara la luz. Ahora, en la mayoría de los días, la casa quedaba en penumbra. Solo muy temprano podía verse su silueta moviéndose con calma por las habitaciones. Los vecinos recordaban que Elena había sido una mujer sociable y amable, que saludaba a todos y se detenía a conversar. Su cambio era visible.
Tomás había muerto hacía diez meses. Había sido un hombre tranquilo, trabajador, dedicado a un taller cerca del puerto. No hablaba mucho, pero tenía una forma de transmitir serenidad. Elena lo había querido desde joven y formaron una vida juntos basada en rutinas simples: desayunar juntos, caminar por la playa, organizar la casa y pasar tiempo con la familia. Después de su muerte, el silencio se volvió constante y difícil de llevar.
La casa se sentía demasiado grande. Elena seguía preparando dos tazas de café por costumbre, aunque sabía que una quedaría sin tocar. Veía cómo el vapor se desvanecía y eso le recordaba la ausencia. Había días en los que no tenía ganas de salir. Los horarios no tenían importancia. Las conversaciones eran pocas. El paso del tiempo se sentía pesado.
Una mañana decidió salir a caminar por la playa. No era porque se sintiera con energía, sino porque le habían dicho que caminar podría ayudarla a manejar la tristeza. Durante el paseo se encontró con Carmen, una amiga de la juventud que recientemente había regresado al pueblo. Carmen era una persona más expresiva, con facilidad para hablar y sonreír. Saludarla fue inesperado, pero agradable.

Carmen la invitó a acompañarla a un taller de cerámica para personas mayores. Le dijo que le haría bien tener una actividad regular y relacionarse con otros. Elena dudó al principio. No sabía si tenía fuerzas para convivir con mucha gente o aprender algo nuevo. Sin embargo, aceptó porque entendió que quedarse en casa no estaba ayudando.
El primer día en el taller fue difícil. Había muchas voces, colores y movimiento. Elena se sentó en silencio y escuchó a los demás. Intentó pintar una taza, pero sus manos temblaban. No terminó el trabajo. Aun así, cuando volvió a casa, encendió una lámpara que no había usado desde la muerte de Tomás. No sabía explicar la razón, pero sintió necesidad de un poco de luz.
Con el paso de las semanas, Elena continuó asistiendo al taller. Seguía hablando poco, pero empezaba a acostumbrarse al ambiente. Pintaba lentamente, sin buscar resultados perfectos. Carmen respetaba su ritmo. No presionaba, solo la acompañaba.
Un día llegó una nueva persona al taller. Se llamaba Rafael. Era un hombre mayor, con una expresión tranquila. También era viudo. Su esposa había fallecido hacía varios años. No hablaba mucho de ella, pero se veía que aún guardaba cariño en sus recuerdos. Rafael comenzó a sentarse cerca de Elena. No lo hacía para iniciar conversaciones largas. Solo compartía el espacio de trabajo.
Se acostumbraron a pintar cerca el uno del otro. A veces comentaban el color de las pinturas o cómo aplicar el pincel. Las conversaciones eran cortas y sencillas. Elena no se sentía obligada a hablar. Rafael tampoco parecía buscar algo más. Había respeto en el silencio compartido.

Una tarde, al terminar la actividad, Rafael le ofreció acompañarla hasta su casa. Elena se detuvo. Sintió incomodidad, aunque él no había dicho nada inapropiado. Ella respondió que prefería caminar sola. Lo dijo con educación. Rafael no insistió. Solo aceptó su respuesta.
Aquella noche, Elena pensó en lo que había sentido. No era rechazo hacia Rafael en particular. Era miedo a permitir que alguien ocupara un lugar emocional que todavía pertenecía a Tomás. Ella no quería reemplazar a su marido. No estaba lista para compartir con otra persona lo que aún estaba procesando.
A la mañana siguiente volvió al taller como siempre. Rafael estaba allí. Se sentaron juntos. Pintaron sin hablar demasiado. Al finalizar, Elena le dijo simplemente: “Gracias por estar aquí”. Él sonrió y no preguntó nada. La relación continuó igual, sin presión, sin expectativas.
El tiempo siguió pasando. Elena empezó a abrir las cortinas por la mañana otra vez. Dejó entrar la luz. Volvió a caminar por la playa algunos días, no por obligación, sino porque quería sentir el aire. Se involucró más con su familia. Visitaba a sus nietos y disfrutaba de sus conversaciones sencillas.
Un día decidió sacar la caja de fotografías guardada en un armario. En ellas aparecían momentos con Tomás: en el puerto, en la casa, en reuniones familiares. Miró esas imágenes sin llorar. Sintió tristeza, pero también gratitud. Había tenido una vida compartida que había sido importante y verdadera.
Comprendió algo básico: el amor que había sentido no debía desaparecer ni ser reemplazado. Podía conservarlo como parte de su historia. No necesitaba buscar una nueva historia para llenar ese espacio. También entendió que no tenía que vivir apagada para honrarlo. Podía seguir con su vida sin perder lo que había significado Tomás.
Elena no necesitaba nuevos comienzos forzados. Necesitaba equilibrio, compañía cuando la sintiera adecuada, silencio cuando lo necesitara, rutinas tranquilas, actividades simples. Necesitaba permitirse vivir a su ritmo.
Un día llevó a sus nietos al taller de cerámica. Les mostró cómo mezclar los colores y cómo sostener el pincel. Ellos escuchaban atentos. Les habló brevemente de Tomás, no como alguien lejano o idealizado, sino como una parte real de la familia. Fue un momento natural.
La vida de Elena no volvió a ser como antes. Pero se volvió más habitable. Más ligera. Ella aprendió que la tristeza no desaparece de golpe, pero puede hacerse menos pesada cuando la acompañamos con gestos pequeños y constantes.
El amor que tuvo con Tomás seguía presente, pero ya no le impedía vivir. Solo la acompañaba.
Elena entendió que no era necesario olvidar para seguir adelante.
Solo era necesario continuar.
Un día a la vez.

