Estilo de vida

Síndrome de la vida postergada: 7 señales. ¿Cómo recuperar el derecho a vivir?

«Cuando los hijos crezcan», «cuando adelgace», «cuando me convierta en una profesional», «cuando llegue el momento adecuado»… Podemos aplazar durante años nuestros planes y sueños más importantes, esperando a que se den condiciones perfectas, a que haya una razón apropiada, a que se nos permita. Mientras tanto, la vida pasa de largo o se queda en pausa: cada día se parece al anterior y apenas hay espacio para nuestras propias necesidades y deseos. Todo esto es el síndrome de la vida postergada, un patrón mental y conductual que nos lleva a percibir nuestra vida presente como una versión incompleta, como un borrador de la vida real.

Este síndrome nos lleva a sentir que la vida verdadera aún no ha comenzado. Parece que necesitamos un momento decisivo, un acontecimiento especial o una señal para poder permitirnos vivir plenamente. Hasta que eso no ocurra, todo lo que hacemos ahora parece provisional, temporal, insuficiente.

En nuestra mente existe la idea de un punto de inflexión imprescindible. Cuando adelgace, podré usar ropa bonita. Cuando encuentre pareja, podré salir y viajar. Cuando llegue a ser experta, podré mostrar mi trabajo al mundo. Cuando los hijos crezcan o cuando me jubile, podré dedicarme a mis pasiones. Mientras esperamos ese momento, la vida se siente como preparación, como ensayo, como algo que aún no cuenta. Pensamos: un poco más, y todo cambiará.

A esto se suma la auto-restricción. Muchas veces sentimos que todavía no tenemos derecho a hacer lo que deseamos. Como si fuera incorrecto disfrutar antes de cumplir ciertos requisitos imaginarios. Por eso nos negamos incluso pequeños placeres, guardamos ropa bonita para después, no mostramos nuestras aficiones porque creemos que no somos suficientemente buenas, no usamos lo que amamos para no gastarlo. Como si el presente no fuera digno de lo mejor.

Paradójicamente, esto puede llevar al extremo opuesto: las compras impulsivas. Compramos cosas para la vida soñada del futuro, como si quisiéramos tocarla anticipadamente. Pero luego también las guardamos para después. No las usamos ahora porque aún no ha llegado el momento perfecto.

Otra característica clave es la ausencia de plazos. El momento decisivo suele no tener fecha. No lo planeamos, solo esperamos. No decimos «en abril», «en seis meses» o «el lunes empiezo». Decimos «cuando pase algo». Y lo que no tiene tiempo definido rara vez ocurre.

También aparece la pasividad, abierta o disfrazada. A veces directamente no hacemos nada: solo soñamos y esperamos que la vida cambie por sí sola. A veces parece que nos estamos preparando: leemos, pensamos, planificamos, pero nunca pasamos a la acción. Siempre necesitamos un poco más de preparación.

Cuanto más tiempo esperamos, más idealizada se vuelve nuestra fantasía. Eso hace que aumenten nuestras expectativas y también el miedo a fracasar. Entonces aparece la culpa, la vergüenza y la sensación de que ya es tarde, lo que solo refuerza la postergación.

Poco a poco la vida diaria se vuelve monótona. La rutina no satisface. Las metas que antes inspiraban ahora duelen. Surge el temor de que el sueño nunca se cumpla. Y lo más importante: cuando renunciamos a llenar nuestra vida con nuestros deseos, esa vida se llena de deseos ajenos. Un día descubrimos que vivimos la vida que otros esperaban de nosotros.

Este patrón suele surgir en la infancia, cuando el placer se limitaba, cuando la felicidad debía ganarse. También cuando nuestras metas no son nuestras, sino expectativas ajenas. O cuando evitamos tomar decisiones por miedo a equivocarnos.

Para romper este ciclo, primero es necesario revisar nuestros deseos y descubrir cuáles son realmente nuestros. Luego convertir esos deseos en objetivos concretos con tiempos definidos. Pero el paso más importante es comenzar a integrar fragmentos de la vida deseada en el presente, sin esperar las condiciones perfectas.

En realidad, la vida soñada no es un punto en el futuro. Puede ser cada día, desde que nos levantamos hasta que nos acostamos. No se trata solo de actuar para un resultado lejano, sino de transformar nuestra manera de vivir ahora. Antes que nada, permitirnos experimentar placer hoy, no solo como recompensa cuando algo cambie.

Podemos despertar cada día con la idea de que ya estamos viviendo una parte de la vida que queremos. Hay pequeños gestos que pueden acercarnos a ella.

Hoy puedo ponerme para el trabajo ese vestido guardado para ocasiones especiales. Puedo arreglarme el cabello y usar el perfume que siempre guardaba para después. Por la noche puedo cenar con la vajilla bonita.

Hoy puedo abrir ese cuaderno vacío y escribir mis pensamientos. Puedo poner música y bailar, aunque mis movimientos no sean perfectos. Lo importante es sentirme viva.

Puedo cortarme el cabello diferente, teñirme de otro color, elegir accesorios que iluminen mi mirada.

Puedo relacionarme con personas difíciles desde el amor propio: decir no sin culpa. Rechazar una petición manipuladora sin reprimirme. No responder a mensajes de trabajo fuera de mi horario. No reírme de bromas que me hieren, sino preguntar por qué alguien creyó que era apropiado decirlas.

La vida no empieza después.

La vida es ahora.

Y tenemos derecho a vivirla.

 

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