Familia

Cuando amar se vuelve costumbre…

El misterio del amor

Decían que el amor verdadero no necesitaba razones, pero a Lucía esa idea siempre le había parecido incompleta. Toda su vida había buscado explicaciones para las emociones, para los gestos, para las decisiones. Era de esas personas que querían entenderlo todo, incluso lo que no se puede poner en palabras.

Una tarde, mientras observaba a Daniel comer en silencio, se dio cuenta de que esa pregunta que llevaba años guardando ya no podía seguir dentro. El matrimonio, después de más de quince años, había cambiado de forma. Ya no estaban las mariposas del principio, ni las conversaciones infinitas de madrugada. Había rutinas, responsabilidades, silencios compartidos. Se querían, sí, pero de un modo diferente.

Lucía se preguntaba si ese cariño era suficiente. Si el amor, con el paso del tiempo, se convertía en costumbre. Si se podía seguir llamando amor a lo que ya no latía con la misma fuerza.

Esa noche, mientras doblaba la ropa recién lavada, el pensamiento volvió con más fuerza. Recordó su adolescencia, cuando imaginaba amores de película, promesas eternas, grandes gestos. Nada de eso ocurrió. Su historia con Daniel había sido tranquila, sin grandes sobresaltos. Se conocieron en la universidad, empezaron a salir sin demasiado drama, y un día simplemente supieron que querían seguir juntos.

No hubo fuegos artificiales ni declaraciones teatrales. Solo una certeza serena. Tal vez por eso Lucía nunca había podido explicar por qué se enamoró de él.

Ahora, tantos años después, quería saber si él tenía una respuesta. Si aún veía en ella algo más que a la madre de sus hijos, a la mujer que prepara la cena y organiza la casa. Si todavía la amaba. Y si lo hacía, ¿por qué?

Durante días, la pregunta le rondó en la cabeza. Pero no encontraba el momento. Siempre había algo: los deberes de los niños, el trabajo, la cena, el cansancio. Hasta que una noche, mientras veían una película en el sofá, se atrevió.

No fue un interrogatorio. Fue un susurro casi tímido, como si temiera la respuesta.
Daniel la miró sorprendido, sin saber qué decir. Ella insistió:
—Solo dime, ¿por qué me amas?

El silencio que siguió le pesó más que cualquier palabra. En ese instante, Lucía sintió miedo. ¿Y si él también se lo preguntaba? ¿Y si ya no sabía por qué estaban juntos?

Daniel suspiró. Le costaba hablar de sentimientos; nunca fue un hombre de palabras. Finalmente, dijo algo simple, casi torpe:
—No lo sé. Solo sé que no imagino mi vida sin ti.

Lucía no supo si esa respuesta le bastaba. Esperaba una lista de motivos: tu risa, tu forma de mirar, tu bondad. Algo tangible. Pero él le hablaba desde un lugar distinto, desde una certeza que no necesitaba explicación.

Aquella noche no durmió bien. Se quedó pensando en lo que había escuchado. Recordó los años juntos: las risas, las discusiones, los viajes, las noches en vela con fiebre infantil, los sueños compartidos y los olvidados. Quizás el amor no era una suma de razones, sino un tejido invisible hecho de todo eso.

A la mañana siguiente, al mirar a Daniel mientras dormía, lo vio con ojos nuevos. No era el joven que la hacía reír con chistes tontos. Era el hombre que había estado a su lado en cada etapa, incluso en aquellas donde ella misma no se reconocía.

Empezó a pensar en sus propios motivos. ¿Por qué lo amaba ella? ¿Por sus gestos? ¿Por su forma de protegerla? ¿Por su lealtad? No encontraba una sola respuesta. Lo amaba porque era él. Porque su presencia era su refugio. Porque juntos habían construido una vida.

Ese día decidió hacer algo diferente. En vez de buscar explicaciones, comenzó a mirar los detalles. Los pequeños actos que, sin palabras, hablaban de amor: cómo él le dejaba el café preparado por la mañana, cómo arreglaba las cosas rotas de la casa sin quejarse, cómo preguntaba por su madre cada domingo.

El amor, pensó, no era un sentimiento constante, sino una decisión diaria. Y ellos, a su manera, seguían eligiéndose.

Pasaron las semanas y Lucía dejó de buscar respuestas. Empezó a entender que el amor no se mide por lo que se dice, sino por lo que se hace en silencio.

Un día, mientras organizaba unas cajas en el altillo, encontró una carta vieja, escrita por ella en su juventud. En el papel, hablaba de lo que soñaba para el futuro: un amor que la hiciera sentir viva, un compañero que la mirara como si fuera única, una familia llena de risas.

Y comprendió que, aunque su vida no era perfecta, había tenido todo eso. Tal vez en una versión más real, menos de cuento, pero igual de valiosa.

Esa noche preparó una cena especial. No era aniversario ni cumpleaños. Solo quiso agradecer. Mientras comían, lo miró con ternura y, por primera vez, no sintió la necesidad de preguntar nada.

Daniel, sin saber por qué, le tomó la mano. Sonrieron. No había grandes discursos, pero sí una paz profunda.

Con el paso del tiempo, Lucía aprendió que el amor no es algo que se explica, sino que se vive. Que no necesita pruebas, sino presencia. Que no siempre se siente como fuego, sino como abrigo.

Y entendió que, cuando un amor sobrevive a los años, a las rutinas, a los silencios, no es porque existan razones concretas, sino porque hay algo más fuerte: la voluntad de seguir caminando juntos, incluso cuando ya no hace falta preguntar por qué.

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