Los hijos por los que viví… me olvidaron…
Me entregué por completo… y ahora estoy sola.
Tengo 67 años y, aunque me cueste admitirlo, siento que he pasado toda mi vida entregándome a mis hijos… y que, de alguna forma, ellos ya no me necesitan. Quizás sea largo lo que voy a contar, pero necesito escribirlo todo, desde el principio, para que alguien, en algún lugar, entienda cómo se llega a este punto: cuando la casa está llena de recuerdos, pero completamente vacía de voces.
Nací en un pequeño pueblo de La Mancha, donde todos nos conocíamos y los secretos no duraban más de un día. La vida era sencilla, pero dura. Mi padre se fue de casa cuando yo tenía apenas cinco años, y mi madre nos crió sola a mí y a mi hermana menor. Desde entonces supe lo que era vivir con carencias, lo que significaba contar las monedas para llegar a fin de mes. Me prometí que, cuando tuviera hijos, ellos nunca vivirían lo que yo viví.
Me casé a los 22 años con Manuel, un hombre bueno, honesto, trabajador, pero de carácter tranquilo, no muy ambicioso. Él trabajaba como conductor de autobuses en Valencia, y yo cosía en una pequeña fábrica de confección. No teníamos mucho, pero nos las arreglábamos. Con el tiempo llegaron nuestros dos hijos: la mayor, Lucía, y tres años después, Javier.
Lucía siempre fue inquieta, exigente, con ganas de más. Yo hacía lo imposible para que no se sintiera menos que los demás: pasaba noches enteras cosiendo vestidos para que pudiera lucirlos en las fiestas del colegio, como las niñas de familias más acomodadas. Javier, en cambio, era más tranquilo, pero también pedía atención: quería apuntarse a fútbol, necesitaba zapatillas nuevas, excursiones, actividades. Manuel y yo nos sacrificábamos en todo. Nos negábamos vacaciones, ropa nueva, cualquier capricho, con tal de que ellos no carecieran de nada.
Cuando Lucía cumplió 18 años, logró entrar en la Universidad Complutense de Madrid. Fue uno de los días más felices de mi vida. Vendimos el coche viejo para pagarle el alojamiento y los primeros gastos. Javier terminaba entonces la secundaria, y yo soñaba con que también él estudiara una buena carrera. Pero ahí empezaron los primeros golpes de realidad.
Lucía, viviendo en Madrid, comenzó a alejarse poco a poco. Al principio me llamaba una vez por semana; luego, una vez al mes… y después, casi nunca. Cuando venía de visita por Navidad, todo era rápido: dos días en casa, una sonrisa apresurada y otra vez vuelta a su mundo. Siempre decía: “Mamá, tengo mucho trabajo, muchos amigos, mi vida allí es un caos.” Yo lo entendía, claro… pero dolía.
Javier, en cambio, decidió estudiar en Valencia. Entró en una escuela técnica, pero no le gustaba nada. Al cabo de dos años, lo dejó. Me lo dijo casi como quien anuncia que ha cambiado de camisa: “Mamá, eso no es para mí, encontraré otra cosa.” Empezó a trabajar de todo un poco: mecánico, camarero, repartidor. Yo intentaba hablar con él, animarlo, pedirle que no dejara de lado sus estudios, pero se cerraba en banda: “No te preocupes, mamá, déjalo.”
Mientras todo esto pasaba, Manuel comenzó a enfermar. Problemas de corazón, visitas constantes al hospital. Yo intentaba ser fuerte, no cargar a los niños con mis miedos. Pero en silencio, por las noches, lloraba en la cocina. A veces nos mirábamos Manuel y yo y nos preguntábamos qué habíamos hecho mal. Sentíamos que nuestros hijos empezaban a vivir en un mundo donde nosotros ya no teníamos lugar.
Hace seis años, Manuel falleció. Un infarto fulminante. Mi vida se rompió ese día. Los niños vinieron al entierro, por supuesto. Lucía lloraba, Javier se mantenía serio, pero yo veía que aquello también los golpeaba. Creí que, después de perder a su padre, buscarían estar más cerca de mí. Me equivoqué. Pasaron los meses, y cada uno siguió su camino.
Yo, en cambio, me quedé sola en nuestro piso pequeño en Valencia, rodeada de fotos, de su taza favorita, de los juguetes de cuando eran niños. Cada rincón me hablaba de ellos, pero ellos no estaban.
Intenté acercarme. Llamaba a Lucía, le preguntaba cómo estaba, le pedía que viniera un fin de semana. Siempre estaba ocupada: proyectos, reuniones, viajes. Un día decidí ir a Madrid de sorpresa. Quería abrazarla, ver cómo vivía, demostrarle que seguía pensando en ella. Recuerdo su cara al abrir la puerta… no fue alegría. Fue incomodidad. “Mamá, me pillas en mal momento, tengo mucho lío.” Dormí en su sofá, desayuné sola y regresé al día siguiente en el primer tren. Juré no volver sin avisar.
Javier, por su parte, se casó con Elena. Desde el principio, noté que no me aceptaba. Siempre tan fría, tan distante, como si mi presencia la incomodara. Yo intentaba ser amable, le llevaba pasteles, ayudaba en lo que podía, pero sentía que sobraba. Cuando nació mi nieto, creí que todo cambiaría. Fue una de las alegrías más grandes de mi vida. Compré ropa, juguetes, me ofrecí a cuidarlo. Pero Elena empezó a decir, cada vez con menos disimulo, que yo me metía demasiado en su vida. Y Javier… callaba. Hasta que un día me anunciaron que se mudaban a Zaragoza, “por trabajo”.
Lucía también se casó. Su marido, un empresario de Madrid, quince años mayor que ella, siempre me pareció altivo. En su boda me sentí como una invitada de compromiso. Cuando nació mi nieta, soñé con estar presente, ayudar, ser parte de su infancia. Pero solo la vi dos veces. Lucía decía que no hacía falta, que “para eso estaba la niñera”.
Los años siguieron pasando. Mi cuerpo empezó a fallar: artritis, tensión alta, problemas de movilidad. A pesar de todo, yo seguía llamando, escribiendo, felicitando en cumpleaños y fiestas. Las respuestas se hicieron cada vez más cortas. Lucía a veces ni contestaba. Javier respondía con monosílabos. Y yo me iba apagando poco a poco.
El año pasado viví uno de los peores momentos de mi vida. Sufrí una crisis hipertensiva y terminé en el hospital. Pasé dos semanas ingresada. Llamé a Lucía, le pedí que viniera. Me dijo que no podía dejar el trabajo. Llamé a Javier. Me prometió que vendría, pero nunca apareció: “Elena cree que no es buen momento.” Por las noches, en la habitación fría del hospital, lloraba en silencio. Me preguntaba dónde estaban mis hijos.
Cuando salí, decidí escribirles una carta. Les expliqué todo: mi soledad, mi tristeza, mis miedos. Lucía respondió con un mensaje corto: “Mamá, exageras. Nosotros tenemos nuestras familias, nuestras responsabilidades.” Javier… nunca contestó.
Vendí el piso de Valencia. Con parte del dinero ayudé a Lucía, con otra parte a Javier. Creí que eso nos acercaría. Pero no. Lucía dijo “gracias” y desapareció de nuevo en su vida acomodada. Javier usó su parte para comprarse un coche, y después apenas supe de él.
Hoy vivo en una casita pequeña cerca de Alicante. Los días son largos, los inviernos fríos. Mi pensión apenas alcanza para los medicamentos y las facturas. A veces hablo con una vecina, buena mujer, pero cada una vive sus propias batallas. Mis nietos crecen sin mí. En las redes, Lucía publica fotos en Ibiza con su marido, Javier muestra su nuevo apartamento en Zaragoza. Y yo estoy aquí, preguntándome en qué momento dejé de ser parte de sus vidas.
A veces pienso que los malcrié. Que quizá debí ser más dura, enseñarles a valorar. Quizá me equivoqué creyendo que el amor de madre siempre es suficiente. Pero lo peor de todo, lo que más duele, es entender, a los 67 años, que los hijos por los que diste todo pueden llegar a olvidarte.
En las noches de verano salgo al pequeño porche y miro las luces lejanas de Alicante. Cierro los ojos y recuerdo cuando Manuel y yo soñábamos con una gran familia unida, cuando nuestros hijos eran pequeños, cuando la vida parecía sencilla. Y me pregunto si todo este sacrificio valió la pena. La respuesta… no la sé.