Familia

Cuando el destino te roba el amor…

Los giros del destino: una separación de cincuenta años.

La vida, a veces, te sorprende con cartas que nunca pediste. A veces, te arrebata lo que más amas sin darte oportunidad de luchar, y otras, te devuelve fragmentos del pasado cuando ya creías que todo estaba perdido. Así empezó mi historia, o mejor dicho, la historia de un amor que sobrevivió solo en la memoria, en cartas amarillentas y en un puñado de fotografías descoloridas que el tiempo casi borró.

Corría el verano de 1972 en un pequeño pueblo de la provincia de León. Yo tenía diecinueve años y, como todos los jóvenes de entonces, soñaba con un futuro que parecía tan inmenso como el cielo que nos cubría. Fue en aquella feria de San Juan donde lo conocí: Andrés. Tenía la sonrisa de alguien que todavía no sabe cuánto puede cambiar la vida en un instante. Bailamos, reímos, caminamos juntos hasta que la madrugada se tragó el bullicio de la plaza. En sus ojos había un mundo nuevo, una promesa muda que ninguno de los dos se atrevía a pronunciar.

Pero los giros del destino no avisan. La crisis económica de los setenta obligó a mi padre a vender nuestras tierras y a mudarnos a Barcelona. Recuerdo el día de la despedida como si fuera ayer: el olor a hierba recién cortada, el murmullo de la gente en la estación, mis manos temblando mientras sostenía una carta que nunca tuve valor de leer delante de él. Nos prometimos escribirnos. Nos prometimos esperarnos. Y, durante un tiempo, lo hicimos.

Los primeros años, las cartas llegaban casi cada semana. Sus palabras eran mi refugio. Hablaba de sus estudios, de sus planes, de cómo cada rincón del pueblo le recordaba a mí. Yo le contaba de mis clases de enfermería, de mi trabajo en una cafetería pequeña, de mi nostalgia por aquel verano que nos había unido. Creímos que podíamos desafiar la distancia, pero subestimamos el poder del tiempo.

Un día, sus cartas dejaron de llegar. Pasaron semanas, luego meses. Al principio pensé que algo había pasado, que tal vez estaba enfermo, que había perdido mi dirección. Pero con los meses llegó el silencio definitivo. Ninguna explicación, ninguna despedida. Solo vacío. Intenté buscarlo, escribí tres cartas más, pero nunca recibí respuesta. Y así, poco a poco, aprendí a no esperarlo.

Los años siguieron su curso. Me casé, tuve dos hijos, y mi vida se llenó de rutinas que me mantuvieron ocupada. Pero cada vez que pasaba por una estación de tren o escuchaba una canción que sonaba aquel verano, un nudo se formaba en mi garganta. Hay heridas que cicatrizan por fuera, pero siguen sangrando por dentro.

Cincuenta años después, el destino decidió volver a jugar conmigo. Fue en un mercadillo de antigüedades en Valladolid, donde mi hija me convenció de ir “solo a mirar”. Entre montones de objetos viejos, encontré una caja de madera cubierta de polvo. Dentro había fotografías antiguas, cartas dobladas con cuidado, y al abrir la primera, mi corazón se detuvo. Eran las cartas de Andrés. Cartas que nunca me llegaron. Cartas que habían esperado medio siglo para encontrarme.

En ellas, Andrés contaba su lucha, su tristeza por mi silencio, su rabia por creer que yo lo había olvidado. Descubrí que su familia, en contra de nuestra relación, había interceptado sus cartas. Descubrí que él también me había escrito, que también me había esperado, que también me había amado todo este tiempo. Pero era tarde. Una búsqueda rápida en Internet me reveló que Andrés había muerto hacía seis años, sin familia propia, sin hijos, solo con sus recuerdos y esas cartas que nunca enviaron.

Me senté en un banco frente al río Pisuerga con la caja sobre las rodillas y, por primera vez en cincuenta años, lloré por todo lo que no fue. Por los besos que no dimos. Por los días que no compartimos. Por los hijos que no tuvimos. Lloré por la injusticia del tiempo, por la crueldad de los secretos, por las decisiones que otros tomaron en nuestro nombre.

Desde entonces, a veces paseo por los mismos lugares donde creo que él pudo caminar en su madurez. Miro los rostros en la calle e imagino el suyo envejecido, con arrugas que nunca conocí. Y cada noche, cuando me siento frente a la ventana, pienso en ese verano de 1972, en aquella feria, en la promesa de juventud que el destino arrancó de nuestras manos.

Dicen que la vida siempre te da segundas oportunidades, pero eso es mentira. A veces, solo te enseña lo que perdiste para que aprendas a vivir con ello. Hoy, a mis setenta años, sé que algunas heridas nunca cierran. Que hay historias que nacen destinadas a no cumplirse. Y que, en el fondo, los giros del destino no son más que recordatorios de nuestra fragilidad.

Guardo las cartas en un cajón, lejos de todo y de todos, pero cada cierto tiempo las saco, las toco, las leo. Y aunque duelan, me recuerdan que hubo un amor tan profundo que resistió medio siglo de silencio. Un amor que, aunque incompleto, definió mi vida más que cualquier otra cosa. Porque, al final, no son los años que vivimos, sino los momentos que nos marcan, los que nos definen para siempre.

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