Familia

El hijo que un día dejó de llamar…

Me llamo Isabel y tengo setenta y dos años. Vivo en una casa antigua, de paredes encaladas, en un pequeño pueblo cerca de Ronda, en Málaga. Desde mi terraza se ve la sierra, y cuando amanece, las nubes parecen deslizarse entre las montañas como pañuelos blancos. A veces, mientras tomo mi café, pienso en todo lo que ha pasado y en todo lo que se ha ido.

Dicen que el silencio es paz, pero hay silencios que pesan como piedras. Los míos empezaron hace mucho tiempo, sin que yo lo notara. Primero fueron llamadas menos frecuentes, después mensajes breves, y un día, sin darme cuenta, mi hijo Javier dejó de formar parte de mi vida. No de mi corazón, claro, porque de ahí no se puede sacar un hijo. Pero sí de mis días, de mis rutinas, de mis recuerdos compartidos.

Cuando pienso en Javier, lo primero que recuerdo es su risa. Tenía una risa contagiosa, de esas que llenan la casa. Era un niño curioso, inquieto, que no dejaba de hacer preguntas sobre todo. Le encantaba desmontar sus juguetes para entender cómo funcionaban, aunque luego no siempre lograba armarlos de nuevo. Yo lo miraba y veía un futuro enorme por delante, lleno de sueños y posibilidades.

Su padre, Antonio, y yo trabajamos duro para darle todo lo que pudimos. Teníamos un taller de carpintería, y muchas noches, después de cenar, Antonio seguía lijando madera mientras yo cosía cortinas para vender en el mercado. Cada peseta que entraba en casa parecía tener un destino: libros, material escolar, clases de inglés. Queríamos que Javier tuviera una vida mejor que la nuestra, que llegara donde nosotros no pudimos.

Y lo consiguió. Con dieciocho años ganó una beca para estudiar arquitectura en Madrid. Recuerdo aquel día como si fuera ayer: el sobre grande, las lágrimas de orgullo, los abrazos interminables. Yo le preparé su maleta con esmero, doblando cada camisa como si eso pudiera protegerlo de la vida adulta. Cuando se subió al tren, me sonrió y me dijo que siempre volvería, que yo sería su refugio. Y yo, ingenua, le creí.

Al principio, cumplía. Llamaba todos los domingos, me contaba sobre la universidad, sobre las noches sin dormir preparando proyectos, sobre la ciudad que nunca parecía descansar. Me enviaba fotos de sus dibujos, de las maquetas que construía con sus propias manos. Yo las guardaba en una caja de madera, junto con sus primeras notas del colegio y su primer diente de leche. Era mi pequeño tesoro.

Pero con el tiempo, algo cambió. Al principio fue tan sutil que casi no lo noté. Un mensaje que no llegaba. Una llamada que se posponía. “Estoy ocupado, mamá, hablamos otro día.” Yo pensaba que era normal, que tenía mucho trabajo, que la vida en la ciudad consume más tiempo del que uno cree. Pero la distancia no estaba solo en los kilómetros: estaba creciendo entre nosotros, silenciosa, constante.

Conoció a Lucía, una compañera de facultad. La primera vez que supe de ella fue por una foto que subió a las redes: Javier, sonriendo, con el brazo alrededor de una chica de ojos claros y sonrisa perfecta. No me dijo nada hasta semanas después, cuando, casi de pasada, mencionó que estaban saliendo. Yo fingí alegría, aunque sentí un nudo en el pecho, ese miedo irracional de una madre que teme perder su lugar en el corazón de su hijo.

Un verano, vinieron juntos a visitarme. Yo preparé todo con ilusión: la mesa bajo el naranjo, el mantel bordado, los buñuelos de viento que a Javier le encantaban de niño. Cuando llegaron, Lucía me saludó con educación, pero con esa frialdad que no necesita palabras. Hablaban entre ellos de cosas que yo no entendía: arquitectos famosos, viajes planeados, exposiciones en Berlín. Me sentí pequeña, casi invisible, en mi propia casa.

Esa noche, mientras recogía los platos, escuché cómo Lucía le decía a Javier que el pueblo le parecía “demasiado tranquilo”. Que ella no podría vivir “en un sitio donde el tiempo parece detenido”. Sonreí, aunque por dentro sentí que me borraban poco a poco de su futuro.

Pasaron los años. Se mudaron juntos a un piso moderno en el centro de Madrid. Luego se casaron, en una ceremonia íntima a la que apenas me invitaron. Fue todo tan diferente a lo que yo había soñado: sin iglesia, sin vals, sin grandes discursos. Todo minimalista, elegante, sobrio. Yo estaba allí, pero sentí que mi presencia era un gesto de cortesía, no de amor.

Desde entonces, nuestra relación se fue deshaciendo como un hilo que alguien tira poco a poco. Las llamadas se hicieron esporádicas, los mensajes, automáticos. “Feliz cumpleaños, mamá.” “Espero que estés bien.” Palabras que suenan más a obligación que a cariño.

Un invierno, enfermé. Una gripe fuerte que me dejó en cama casi dos semanas. Mis hijas, Sofía y Paula, se turnaban para traerme sopas y medicinas. Ellas siguen aquí, cerca, como raíces que nunca se movieron. Javier lo supo, claro. Se lo dije. Me respondió con un mensaje de dos líneas: “Recupérate pronto, mamá. Estoy en un proyecto complicado.” No vino. No llamó.

Lo entendí. No de golpe, no con rabia, sino lentamente, como quien acepta que un árbol en otoño ya no dará las hojas de antes. Su vida está en otro sitio. Con otra gente. Con otras prioridades. Y mi lugar… mi lugar está aquí, entre estas paredes, con mis plantas, mis recuerdos, mis fotos antiguas.

A veces, sin embargo, me permito soñar. Sueño que un día toca a mi puerta, sin avisar, con esa sonrisa suya de cuando tenía ocho años, con esa risa que llenaba la casa. Sueño que nos sentamos en la cocina, que me pide mis buñuelos, que hablamos de todo lo que no hablamos en todos estos años. Sueño que, por un instante, somos los mismos de antes.

Sé que probablemente nunca pasará. Pero eso no me impide esperarlo. Porque una madre no deja de esperar. No deja de querer. No deja de guardar un plato más en la mesa “por si acaso”.

Cada mañana, cuando riego mis geranios, pienso en él. Cada tarde, cuando el sol se esconde detrás de la sierra, miro el cielo y me pregunto si en ese momento él también lo ve. Y cada noche, antes de dormir, le susurro en silencio:

“Dondequiera que estés, hijo mío, que seas feliz. Que la vida te trate con ternura. Y que, al menos una vez, recuerdes que aquí, en este rincón de Andalucía, hay una madre que nunca dejó de amarte.”

El amor de una madre no sabe de distancias. No entiende de silencios. No se rompe con los años. Vive en cada recuerdo, en cada gesto, en cada lágrima que no se ve. Y aunque la vida nos separe, mi corazón seguirá latiendo por él. Siempre.

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