Familia

Cuando el amor se convierte en lástima…

Margarita miraba a su marido mientras caminaba por la calle, pensando que él no la veía.

Vaya, nunca había notado que Antonio parecía ya un anciano. Cojeaba un poco, se notaba que hoy la pierna le dolía más de lo habitual. La barriga cada vez más evidente y, en general… últimamente su marido había envejecido mucho.

En realidad, no era de extrañar: hacía poco que Antonio había cumplido setenta y dos, cinco años más que Rita.

Antes ella no sentía tanto esa diferencia de edad.

Pero de pronto lo vio claro: él estaba completamente canoso, más pesado, se cansaba con facilidad. Y Rita aún se mantenía bastante bien; los hombres más jóvenes todavía se fijaban en ella. Claro, se hacía manicura, pedicura, unas mechas, cejas con tatuaje y, además, tenía la piel muy cuidada. Apenas arrugas, o al menos eso decía Antonio.

De repente recordó a su suegra, que entonces tenía también sesenta y siete años.

María hablaba de una manera curiosa, saltando de un tema a otro sin parar.

Comenzaba, por ejemplo, comentando que los vecinos ya habían cerrado setenta tarros de pepinos y que ellos apenas tenían la mitad. Luego se pasaba a decir que su marido había cortado hierba equivocada para los conejos y que probablemente morirían por culpa de eso, por culpa del maldito ranúnculo. Y enseguida, añadía: «Mi viejo ya no piensa bien, no sabe lo que hace. Y la máquina ya no funciona, se acabó, Rita, ya nos hemos gastado».

Rita entonces se preguntaba a qué máquina se refería.

Parecía que el viejo coche Niva de su suegro aún funcionaba. Iban una vez a la semana al supermercado. Sólo más tarde comprendió de qué hablaba su suegra: de la vejez.

Y entonces Antonio llegó, cargando bolsas.

Al verla, se enderezó un poco: «Rita, compré todo lo de la lista. ¿Y tú ya te hiciste el peinado? ¡Qué guapa estás!».

Lo dijo con tanta sinceridad que a Rita le dio vergüenza haberlo mirado con otros ojos.

Llevaban casi cuarenta años casados. ¿Qué había entre ellos ahora, amor, costumbre o… compasión?

—Sube al coche, Rita, yo conduzco —dijo Antonio colocando las bolsas en el asiento trasero y acomodándose pesadamente al volante.

—¿Quieres que conduzca yo? Quizás te duele la pierna y te cuesta… —dijo ella con un tono condescendiente, sin darse cuenta.

Pero Antonio fingió no notarlo: —¿Cómo crees, Rita? ¡Yo mismo, soy el hombre!

Ella sonrió para sí misma con cierto aire de superioridad.

También sabía conducir perfectamente. Además, daba clases particulares en casa y ganaba bien, mientras que Antonio ya no trabajaba. Ella llevaba la carga, y él lo sabía. Pero al instante sintió remordimiento: Antonio se esforzaba tanto, aunque a veces se notara que no estaba bien. Quizás sí era compasión. Dolía reconocer que había llegado un momento en que su hombre era más débil que ella, y que el amor se transformaba en lástima.

Antonio conducía, y Rita lo observaba condescendiente.

Se pegaba demasiado a la derecha, aunque antes él mismo le había enseñado a no hacerlo. Y ahora no se cambiaba de carril a tiempo, manejaba como un viejo. «Vamos, adelanta ese coche, ¿por qué te arrastras?», pensaba Rita.

De repente, un chirrido de frenos. Una anciana despistada se lanzó al paso de peatones cuando ya parpadeaba el verde y se puso el rojo. ¡Menos mal que Antonio frenó a tiempo!

La mujer siguió andando, y Antonio arrancó de nuevo, con un rostro sereno y masculino, como en los viejos tiempos.

A Rita le vino a la memoria aquel momento, cuando a los cuarenta y tres tuvo que someterse a una operación urgente.

Las mujeres de la sala le aconsejaban: «No le digas a tu marido que te van a quitar todo lo femenino, los hombres no lo soportan, piensan que ya no eres una mujer de verdad».

Rita misma estaba destrozada. No planeaban más hijos, ya tenían dos, pero igualmente se sentía inválida, incompleta.

Antonio lo supo todo, pero la recibió en el hospital con flores.

Ella pensó entonces: «Debe de sentir lástima por mí».

Pero, sorprendentemente, empezó a quererla aún más. Rita pronto olvidó la operación. ¿Qué era aquello? ¿Lástima o amor? Aunque dicen que los hombres no aman por compasión…

—Bueno, cariño, ya llegamos. ¿En qué piensas? ¿Todo bien? —Antonio la miró con ternura, y Rita pensó: «No, no está tan viejo. ¿Por qué se me ocurrió esa tontería?».

Esa noche Antonio cojeaba más de lo habitual. Pero sus brazos seguían fuertes, musculosos, aún podía darles lecciones a los jóvenes en la barra de dominadas.

Rita se durmió en sus brazos, y al amanecer Antonio le demostró que aún no era tan viejo.

Después preparó café, batió la nata, sonreía con su sonrisa increíble mientras Rita hacía tostadas.

Y ella entendió de golpe que no importaba la edad, ni el cabello blanco, ni las arrugas. Eso no tenía ninguna importancia. No era cuestión de lástima. Los jóvenes no pueden comprenderlo, cuando el corazón late fuerte sólo porque él está ahí, al lado.

Porque se esfuerza en ser fuerte, incluso cuando le cuesta. Porque la ama tal cual es, y gracias a eso ella aún se siente joven.

—Qué piel tan suave tienes, y qué mirada traviesa —le dijo Antonio, y Rita lo creyó. ¿Era compasión? Quizás eso piensan los más jóvenes, pero aún no lo entienden.

Cuando dos personas mayores caminan de la mano, mirándose a los ojos, apoyándose mutuamente, conociendo todas las dolencias del otro, pero con la mirada llena de amor…

Eso no es compasión, es el verdadero amor. El que dura para siempre.

Deja una respuesta