Familia

Nunca supe que tenía una hija… hasta que leí su carta…

Cuando murió Clara, algo en Mateo también se apagó. Tenía 39 años y había construido su mundo entero alrededor de ella: sus horarios, sus planes, sus sueños… todo tenía sentido mientras ella estaba. El cáncer fue implacable y silencioso. Solo cuando ya era tarde se manifestó, y en cuestión de tres meses, Mateo pasó de soñar con un viaje a Galicia, a acompañarla al cementerio.

Durante las semanas siguientes, vivió como un autómata. No tenía hambre, no dormía bien. A veces, miraba por horas la taza que ella usaba para el té, o la bufanda que dejó en el perchero. El apartamento entero olía a ausencia. Su hermana menor, Mariela, iba cada dos días a verlo. Llevaba comida, lavaba la ropa, intentaba animarlo. Pero no lograba cruzar la muralla de dolor que él mismo había construido.

Una tarde, mientras ordenaba por impulso unos estantes, Mateo encontró una caja de madera. Era vieja, de esas que Clara tenía desde antes de conocerse. Recordaba vagamente haberla visto, pero jamás la abrió. Al levantar la tapa, encontró sobres, fotos antiguas, pequeños objetos que ella jamás mencionó. Y en el fondo, una carpeta sellada con cinta roja.

No quería invadir su intimidad, pero algo dentro le dijo que debía abrirla.

El primer papel era un certificado de nacimiento. Decía: “Sofía María Valverde Ramírez, nacida el 21 de julio de 2015”. El nombre de la madre: Clara Ramírez. El del padre: desconocido.

Mateo se sentó bruscamente en el sofá. Volvió a leer el documento una, dos, tres veces. No podía creerlo. ¿Clara tenía una hija?

Entre los papeles había una hoja escrita a mano. Era su letra. Decía:

«Mateo, si algún día llegas a leer esto, significa que no tuve el valor de contártelo en vida. Perdóname. Sofía nació cuando tenía 24 años. Fue fruto de una relación fugaz, equivocada. Él desapareció. Yo no podía criarla sola. La entregué a una familia que me prometió cuidarla, pero siempre la seguí de lejos. La amo, Mateo. Nunca dejé de amarla. Supe que si te lo decía, quizás me juzgarías, o no querrías estar conmigo. Y yo ya no podía perder nada más. Si puedes, búscala. No como castigo, sino como regalo. Es una niña maravillosa. Y tal vez tú puedas ser lo que yo no fui: alguien que se quede».

Mateo lloró como no lo había hecho en semanas. Sintió que el suelo se abría bajo sus pies otra vez. Una hija. Clara había tenido una hija.

Durante días no supo qué hacer. Volvió a leer la carta mil veces, hablaba solo en casa, caminaba de noche por la ciudad sin rumbo. Finalmente, se lo contó a Mariela. Su hermana no se sorprendió tanto como él esperaba. Clara siempre había sido reservada.

—¿Y qué vas a hacer? —le preguntó con suavidad.

—No lo sé… Pero creo que tengo que encontrarla.

Con la ayuda de un abogado amigo de la familia, comenzaron a investigar. No fue fácil, pero finalmente dieron con una pareja de mediana edad en una ciudad cercana. Se apellidaban Villaseñor y habían adoptado legalmente a una niña llamada Sofía en 2016. Tenían una dirección. Mateo dudó mucho, pero una tarde, se armó de valor y viajó hasta allí.

No se atrevió a tocar la puerta. Solo observó desde la acera, vio a una niña con trenzas jugar en el jardín con un perro. Llevaba una camiseta rosa y unas sandalias de flores. Reía fuerte. Esa risa le hizo temblar el alma.

Volvió dos veces más. Hasta que la tercera vez, el padre adoptivo salió y lo encaró.

—¿Busca a alguien? —preguntó desconfiado.

Mateo titubeó.

—Soy… era el esposo de la madre biológica de Sofía. Ella… murió. Encontré una carta. Solo quería verla. Saber si estaba bien.

Hubo silencio. Luego, el hombre le pidió que esperara. Volvió con su esposa. Hablaron en voz baja. Finalmente, lo invitaron a entrar.

Durante una hora hablaron. Le mostraron fotos, le contaron que Sofía era una niña feliz, que sabía que era adoptada pero no conocía los detalles. Le agradecieron por no presentarse como un extraño con derechos, sino como alguien con respeto. Le dijeron que, si quería, podía visitarla, poco a poco, con prudencia.

Así comenzaron los encuentros. Al principio, solo jugaban en el parque, pintaban juntos, hablaban de películas. Sofía lo llamaba Mateo. Él le contaba historias sobre estrellas y trenes, y ella reía sin parar. Se entendían sin esfuerzo.

Una tarde, ella le preguntó:

—¿Conociste a mi mamá?

Mateo sintió un nudo en la garganta.

—Sí. Fue una mujer muy buena. Muy valiente. Ella siempre te quiso mucho.

Sofía lo miró largo rato y luego se acercó para abrazarlo. Fue un momento breve, pero eterno.

Mateo volvió a vivir. Retomó su trabajo, se reencontró con amigos. Sus conversaciones con Mariela eran ahora sobre libros infantiles, juguetes, excursiones. El dolor por Clara seguía, pero ya no era un pozo sin fondo. Ahora tenía un propósito.

Pasaron los meses. Los Villaseñor lo invitaron a las funciones escolares, a los cumpleaños, incluso a pasar una Navidad con ellos. Sofía le hizo un dibujo: tres personas bajo un árbol, ella, Mateo y su perro. Lo guardó como un tesoro.

Un año después, conoció a Nuria, una bibliotecaria amable que le hablaba de música y plantas. Se enamoraron sin prisa. Cuando le contó la historia de Clara y Sofía, ella lo escuchó sin interrupciones, con lágrimas discretas. Luego le dijo:

—Creo que ella estaría orgullosa de lo que estás haciendo.

Nuria conoció a Sofía. Se llevaron bien desde el inicio. Le leía cuentos, le enseñaba juegos con palabras. A Mateo le parecía un milagro cómo el pasado se unía al presente sin romperse.

Un día, cuando Sofía cumplió nueve años, le pidió algo especial:

—¿Puedo llamarte “papá”?

Mateo no pudo hablar. Solo asintió con la cabeza y la abrazó fuerte, como si todo lo perdido, todo lo oculto, encontrara al fin su lugar en ese pequeño gesto.

Desde entonces, cada vez que alguien le preguntaba si tenía hijos, él respondía con orgullo:

—Sí. Una hija valiente, curiosa y con la risa más bonita del mundo.

Y en las noches, cuando miraba las estrellas, pensaba en Clara. Le hablaba en silencio, como si aún estuviera allí. Le decía que Sofía estaba bien, que él también. Que el amor, aunque dolido, había encontrado su camino.

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