No pedí nada en doce años… solo un lugar para vivir con mi hijo…
Durante doce años, Camila cuidó de su abuela, pero una sola petición lo cambió todo.
Quiero compartir una historia de mi familia que aún hoy pesa en mi corazón. La protagonista es mi prima Camila —una mujer generosa, trabajadora y desinteresada. Cada día, después de terminar su jornada en el banco, iba directamente a casa de su abuela Carmen Rodríguez. Limpiaba, llevaba las compras, abrillantaba los cristales, dejaba la estufa reluciente, lavaba las sábanas a mano, escuchaba sus quejas y hasta le daba masajes en las piernas hinchadas— todo sin una sola queja. Lo hacía simplemente porque Carmen la había criado cuando su propia madre estaba demasiado ocupada con su hermano menor y su carrera profesional.
Para Camila, Carmen era su mejor amiga. Le enseñó a cocinar guisos perfectos, la llevaba al teatro cuando su madre no podía, le ayudaba con los deberes y la consolaba cuando el colegio era cruel. Incluso cuando Camila creció, formó una carrera y tuvo un hijo, su abuela seguía siendo su ancla. Así que, cuando la salud de Carmen comenzó a deteriorarse—su tensión se desestabilizaba, su memoria fallaba—, Camila intervino sin pensarlo. Pagaba las facturas, recogía las recetas, le administraba la insulina. Mientras tanto, su madre—hija de Carmen—vivía cómodamente en su piso con calefacción, coche propio, empleo estable… y en doce años, no llevó ni un tazón de sopa.
Entonces, Camila perdió su trabajo. La despidieron sin previo aviso, y sus ahorros empezaron a desaparecer. La hipoteca era una amenaza constante. Por primera vez en su vida, se atrevió a pedir algo. Un sábado, después de barrer el patio, poner una lavadora, y servirle a su abuela un té de menta caliente, se sentó a su lado y le habló lo más calmadamente que pudo:
—Abuela… nunca te he pedido nada. Pero… ¿alguna vez pensaste en dejarme este piso? No ahora, claro, sino algún día. Sabes cuánto te quiero. No quiero criar a mi hijo en habitaciones alquiladas. He sido como una hija para ti.
El silencio fue pesado. La respuesta de Carmen fue firme, casi helada:
—No, Camila. Este piso será para mi hija. Para tu madre. Así debe ser. Luego, que ella haga lo que quiera.
Camila sintió un nudo en la garganta. Las palabras sonaban como campanas de traición. ¿Tantos años de amor y cuidados no significaban nada? ¿Las comidas caseras, los suelos fregados, las noches en vela? ¿Todo eso era sólo un deber?
Se fue entre lágrimas. Pasaron los días y no pudo reunir el valor para regresar. Ahora se queda en casa, mirando al vacío, y me pregunta:
—Durante todos estos años, nunca pedí nada. ¿Acaso no merecía esto? ¿Está mal querer un poco de seguridad para mi hijo? ¿Por qué la mujer que más me quiso ahora me ve como egoísta?
No sé qué responderle. Conozco a Carmen desde niña. Una mujer fuerte, de principios estrictos. Para ella, las tradiciones eran sagradas. No importaba quién cuidó de ella: la propiedad debía pasar a su hija. Todo lo demás era «lo correcto», no un contrato.
Pero, ¿el amor se mide por la sangre? ¿No debería el agradecimiento ir hacia quien estuvo presente? ¿Quién limpió, cuidó, consoló, amó?
Camila ya no puede mirar a su abuela a los ojos. No quiere herirla, pero tampoco puede fingir. Su corazón está herido, roto por dentro. Aún cocina cenas, pero solo para su hijo. Y le enseña lo que su abuela no le enseñó a ella: la gratitud.
Porque la ingratitud, dice, corta más profundo que cualquier cuchillo.
Hoy Camila busca empleo. Piensa mudarse de ciudad. Dice que necesita empezar de nuevo, donde no haya paredes que le recuerden lo que no fue. Carmen, desde su silla, mira por la ventana, esperando la puerta abrirse. Pero Camila ya no tiene llave. El ciclo se ha roto, no por odio, sino por dolor. Un dolor que no sabe si podrá sanar.
A veces me pregunta: «¿Crees que hice mal en hablar?» Y yo no sé qué decir. Pero en el fondo, creo que no. Porque quien da amor, también merece recibirlo. Y porque en esta vida, todos, en algún momento, deseamos saber que nuestra entrega fue vista, valorada… y no olvidada.