Después del dolor más profundo… llegó el milagro…
Mario no podía creer lo que veía cuando entró por la puerta de casa aquella tarde. La mesa estaba puesta, y desde la cocina salía el aroma familiar del guiso que tanto amaba desde la infancia. No era una escena habitual últimamente. Había algo cálido en el aire, algo que hacía mucho tiempo no sentía: esperanza.
Durante más de un año, su esposa Carmen había sido apenas un susurro de la mujer que fue. Tras la pérdida de su hija, parecía que una sombra eterna había caído sobre ella. Clara falleció en un accidente camino a la universidad. Tenía solo 17 años. Era lista, alegre, llena de proyectos. Y de repente, la nada. La tragedia se llevó su vida y, con ella, la de sus padres.
Intentaron tener más hijos en su momento, pero no fue posible. Se dijeron que con Clara bastaba, que los nietos llenarían su vejez de risas. Pero la vida tenía otros planes. Carmen se apagó. No hablaba, no salía, no comía. Dejó su trabajo en la biblioteca porque ver gente feliz le resultaba insoportable. Pasaba los días en silencio, tumbada en la cama, mirando el techo. Mario lo intentó todo. Flores, música, viajes. Nada. Al final, se resignó a su ausencia emocional y comenzó a dormir en el sofá.
Su suegra, una mujer fuerte, no se cansaba de repetirle: «Todavía sois jóvenes, os queda vida por vivir». Pero Carmen no escuchaba. Hasta que un día, se levantó y limpió la ventana. Así, sin más. Luego preparó la cena. Y sin mirar a Mario, murmuró:
—Hoy hay estofado. Siéntate, vamos a cenar.
Mario pensó que soñaba. Pero no. Esa noche, ella comió. Y al día siguiente salió a comprar pan. Poco a poco, volvió a la vida. Un día, incluso sonrió. Después, aceptó una invitación a una boda familiar. Se cortó el pelo, se puso un vestido claro, se maquilló. En la celebración, bailó. Y Mario, entre lágrimas, la vio reír. Fue su resurrección.
Ese verano, viajaron a la costa de Valencia. Pasearon por la playa, comieron paella frente al mar. Mario le acariciaba el cabello como al principio. Se reían por tonterías. Volvieron a hacer el amor. Y en ese viaje, Carmen soñó con Clara. La vio hermosa, serena, radiante.
—Mamá, todo estará bien. Nos volveremos a ver. Pero ahora, vive.
Al despertar, Carmen lo entendió todo. La vida seguía. Poco después, volvió a trabajar a media jornada. El ambiente le hacía bien. Durante un chequeo en la clínica de la empresa, el médico le pidió que se recostara.
—¿Se siente bien últimamente? —preguntó.
—Un poco débil, pero nada grave.
—No es debilidad. Señora, está usted embarazada. ¡Y todo va perfectamente!
Carmen se quedó muda.
—¿Pero cómo…?
—Milagros de la vida —respondió el médico sonriendo. Y llamó a Mario: —Felicidades, papá. ¡Es una niña!
Mario lloró como un niño. Y abrazó a Carmen como nunca. Esta vez, sabían que no la perderían. El embarazo fue tranquilo, lleno de ilusión. Eligieron el nombre juntos. No quisieron repetir Clara, aunque lo desearon con todo el alma. La llamaron Luz, porque así sentían que volvía la claridad a sus días.
Luz nació en una tarde dorada de otoño. Era idéntica a su hermana: ojos curiosos, sonrisa luminosa. Carmen la sostenía y lloraba. Pero ahora eran lágrimas dulces.
Luz tiene cinco años. Baila, canta, juega. Llenó la casa de carcajadas, de juguetes, de mañanas caóticas y noches de cuentos. Y con cada paso suyo, cura un poco el corazón de sus padres. No sustituyó a Clara, pero les devolvió algo que creían perdido para siempre: el sentido.
Y ahora, cuando Mario entra por la puerta y la ve corriendo hacia él, se le llenan los ojos de gratitud. Porque la vida, aunque a veces nos quiebre, también tiene el poder de volver.
Y esta vez, para quedarse.