Entre lágrimas y reproches, descubrimos qué es realmente una familia…
Tu hermana se casa, no tiene dónde vivir, la abuela se mudará contigo: La abuela lloraba, sintiendo que no le importaba a nadie.
Cuando Ignacio y yo nos casamos, soñábamos con tener nuestro propio hogar. Vivíamos en un pueblecito cerca de Salamanca y solo contábamos con nosotros mismos. Mis padres no podían ayudarnos, y Ignacio había crecido con su abuela, Mercedes López, sin ganas de volver a su casa. Con su madre apenas hablaba —aparecía de vez en cuando, solo para visitar a la abuela. Para ella, Ignacio era un extraño: tenía un nuevo marido y una hijita pequeña, y su hijo mayor parecía no más que un recuerdo lejano.
Pedimos una hipoteca y trabajamos como locos. Queríamos pagar una parte pronto para poder plantearnos tener hijos. Ignacio pidió un préstamo a su madre, pero lo devolvimos rápidamente. Cinco años ahorrando hasta el último euro, y casi habíamos saldado la deuda. Respiramos aliviados —incluso si dejaba de trabajar por el embarazo, podríamos seguir pagando. Y así, decididos, supimos que seríamos padres. El mismo día que íbamos a celebrar, llamó a la puerta mi suegra, Beatriz. Su visita cayó como un jarro de agua fría.
—¿A qué viene esto? —dijo con sarcasmo, escudriñándonos.
Compartimos nuestra alegría, pero ni pestañeó. En vez de felicitarnos, soltó:
—No he venido por eso. Ignacio, tu hermana, Clara, se casa. No tiene dónde vivir. La abuela se mudará con vosotros, así que preparadle un sitio.
—¿Por qué con nosotros? —preguntó Ignacio, desconcertado.
—Ella te crió, así que sé agradecido y ayúdala —cortó Beatriz.
—Mamá, ¡ella tiene su piso! ¿Por qué tiene que vivir allí Clara?
La discusión terminó en un mar de reproches. Mi suegra cerró la puerta de golpe y se fue. Al día siguiente, llegó la abuela. Estaba en el umbral, apretando un pañuelo y llorando. «Solo estorbo, no le importo a nadie», susurraba, y el corazón se me partía. Ignacio la abrazó: «No llores, abuela, todo irá bien». Pero yo ya sentía que nuestra vida estaba a punto de convertirse en un infierno.
Con la llegada de Mercedes, empezó la pesadilla. Beatriz comenzó a aparecer a cualquier hora, sin avisar. Decía que tenía derecho a ver a su madre. Tras sus visitas, desaparecían cosas. Pequeñeces, pero molestas: un jarrón que tanto admiraba, una figurilla de la estantería. Yo callaba, pero por dentro hervía. Luego Clara se llevó el televisor de la abuela —aquel que compramos Ignacio y yo para que Mercedes viera sus telenovelas. La abuela contó que su nieta lo metió en una caja y se marchó, sin explicación. Peor aún, Clara le vaciaba la pensión, dejándola sin un céntimo.
Un día, Mercedes no aguantó más y le dijo a su hija:
—Si me echas tanto de menos, puedo volver a casa. Clara no tiene hijos, y Ignacio va a ser padre.
Tras eso, Beatriz apareció menos. Quizás temió que su madre reclamara el piso. Un año después de nacer nuestro hijo, volví a trabajar —la abuela, feliz, cuidaba de su bisnieto. Soñábamos con un piso más grande: el de dos habitaciones se nos quedaba pequeño. Mercedes, radiante, dijo una tarde:
—Clara está embarazada y pide ayuda con el bebé. Pero ya estoy acomodada aquí, no quiero irme. ¡Comprad uno de tres habitaciones y esperemos a nuestra princesa!
Quiero creer que así será. Pero cada vez que recuerdo las lágrimas de la abuela y la prepotencia de mi suegra, siento el rencor hirviéndome por dentro. Nuestra familia se merece paz, y haré todo por protegerla de quienes solo ven en nosotros una oportunidad.
Ahora Mercedes nos llama familia, de verdad. Su sonrisa volvió, su paso es más ligero, y su mirada brilla cuando sostiene a su bisnieto en brazos. Nos agradece cada detalle, cada gesto, cada conversación en la cocina al anochecer. Yo también he aprendido a verla no solo como la abuela de mi esposo, sino como alguien que merece amor, presencia y cuidado. Su historia con nosotros aún se escribe, y deseo que su capítulo final sea digno del amor que sí supimos darle.