El amor que resistió el tiempo, la enfermedad y el olvido…
Se llamaban Andrés y Teresa. Nacieron en el mismo pueblo, con dos años de diferencia, y crecieron viéndose sin saber que algún día serían todo el uno para el otro. Él jugaba en la plaza con una pelota hecha de trapo; ella lo observaba desde la ventana, con trenzas apretadas y los codos apoyados en el marco. Ninguno sabía que estaban presenciando el comienzo de su historia de amor.
La vida en el pueblo era sencilla, sin prisas, sin lujos, con inviernos largos y veranos polvorientos. Andrés ayudaba a su padre en el taller de carpintería desde los catorce años. Teresa cosía con su madre y vendían pan casero los fines de semana. Un día, en la feria del pueblo, sus manos se rozaron al tomar el mismo trozo de tela. Rieron, se miraron y ya no pudieron dejar de mirarse.
Los domingos se volvieron encuentros sagrados: caminatas sin rumbo, conversaciones eternas en la orilla del río, promesas hechas con la sencillez de quien ama sin esperar nada más. A los veinte años, Andrés le pidió matrimonio bajo el roble más antiguo del pueblo. No tenía anillo, pero sí una rosa blanca que él mismo había cultivado. Ella no dudó. Dijo sí con lágrimas y sonrisas.
Se casaron en una ceremonia pequeña, rodeados de vecinos y familiares. No hubo fiesta lujosa, pero sí abrazos sinceros y un vals improvisado bajo las estrellas. Vivieron los primeros años en una casita que Andrés construyó con sus propias manos. Teresa decoró cada rincón con amor: cortinas bordadas, flores frescas, aroma a pan recién horneado.
Tuvieron tres hijos. La casa se llenó de voces, de risas, de juguetes por todas partes. Andrés trabajaba duro, pero siempre llegaba a casa con ganas de jugar, de contar cuentos, de abrazar. Teresa, con paciencia infinita, mantenía el hogar vivo. Cada noche, sin importar lo agotados que estuvieran, se tomaban de la mano antes de dormir.
Pasaron los años. Los niños crecieron. Llegaron los nietos. La casa se transformó, pero el amor seguía intacto. Andrés comenzó a envejecer con más rapidez. Su espalda ya no aguantaba tanto peso, sus pasos eran más lentos. Teresa le tejía mantas, le preparaba infusiones, le leía el periódico en voz alta. Y él, a pesar del dolor, siempre encontraba la manera de hacerla reír.
Un día, el médico les dijo que Teresa tenía una enfermedad degenerativa. Sus recuerdos comenzarían a desvanecerse, sus palabras a confundirse. Andrés no se rindió. Llenó la casa de notas: en el refrigerador, en las puertas, junto al espejo. «Soy tu esposo. Te llamas Teresa. Nos amamos desde siempre.»
Cada mañana la despertaba con una sonrisa y le repetía: «Buenos días, amor. Hoy es un buen día para recordar que seguimos aquí, juntos». Le contaba una historia distinta de su vida cada día. Algunas ella las recordaba, otras no, pero siempre escuchaba con atención, como si fuera la primera vez.
Teresa dejó de caminar, pero Andrés la llevaba en silla de ruedas al jardín. Allí hablaban de las nubes, de los nietos, de su primera casa. Él le cantaba viejas canciones y ella, aunque ya no decía muchas palabras, movía los labios como si las recordara todas.
Los hijos ofrecieron llevar a Teresa a un centro especializado, pero Andrés se negó. «Ella me cuidó toda la vida. Ahora es mi turno». Y así fue. Aprendió a cambiar pañales, a administrar medicamentos, a identificar los gestos más sutiles. El amor se volvió paciencia, ternura, presencia incondicional.
Durante los últimos meses, Teresa ya no lo reconocía del todo. Pero cada vez que Andrés se acercaba, sus ojos brillaban, y eso le bastaba. «Aunque mi mente te olvide, mi alma todavía te recuerda», solía decir él, con la voz temblorosa.
Una noche, mientras Andrés le acariciaba el cabello, Teresa lo miró fijamente y susurró: «Gracias por quedarte». Fue la última vez que habló. A la mañana siguiente, se fue en silencio, con la cabeza recostada en su pecho. Él no lloró al instante. Solo besó su frente y le dijo: «Te buscaré en cada flor, en cada amanecer.»
Andrés vivió tres años más. Cada domingo iba al mismo banco del parque donde solían pasear. Llevaba dos cafés: uno para él, otro para ella. A veces hablaba en voz alta, como si aún estuviera a su lado. Decía que no era tristeza lo que sentía, sino una nostalgia dulce, porque habían tenido una vida entera de amor.
Cuando él partió, los nietos encontraron en su escritorio una caja. Dentro había cartas para Teresa, fotos, dibujos de los nietos, flores secas, la rosa blanca del día de la propuesta. En la última carta, escrita poco antes de su partida, decía:
«Tere, gracias por ser mi casa, mi risa, mi calma. Gracias por cada sopa, cada caricia, cada silencio compartido. Gracias por enseñarme que amar es quedarse. Espero que allá donde estés, sigas bordando recuerdos. Aquí te pienso, siempre. Tuyo, Andrés.»
Hoy, los bisnietos juegan en el jardín de aquella misma casa. El roble antiguo aún da sombra. Y cada vez que alguien cuenta la historia de Andrés y Teresa, las flores parecen abrirse más temprano. Como si incluso la naturaleza entendiera que hay amores que no terminan. Solo cambian de forma y se vuelven eternos.