Una chica encontró a un perro herido en la estación y lo acogió, pero al cabo de un tiempo alguien llamó a la puerta.
Cada día, Lisa pasaba por la estación camino al trabajo. El mismo trayecto, las caras conocidas, el bullicio de la mañana temprano. Pero Lisa ya no prestaba atención a todo eso. Su mirada siempre se detenía en el mismo banco.
Allí estaba él.
Un perro callejero que, por alguna razón, había elegido precisamente ese lugar. Un perro de estatura media, con ojos tristes y un pelaje enmarañado. No pedía comida, no perseguía a la gente ni ladraba. Simplemente, se sentaba.
Lisa lo había visto por primera vez hace un mes. En aquel entonces pensó: «Seguramente alguien lo dejó aquí temporalmente». Pero el perro no se iba.
Cada mañana, Lisa estaba más convencida de que el perro era un callejero.
— ¿Cómo llegaste aquí? — susurraba ella en voz baja cada vez que pasaba.
Por supuesto, no había respuesta.
El perro ni siquiera la miraba. Simplemente se recostaba cerca del banco y miraba fijamente un punto como si esperara a alguien.
Una mañana, Lisa notó algo diferente.
El perro se levantaba con dificultad. Cojeaba visiblemente de una pata delantera y daba tumbos de un lado a otro.
— Oh, pobrecito… — susurró Lisa, deteniéndose por un momento.
Lo miró más de cerca. Su pelaje estaba sucio y enmarañado. Sus ojos eran apagados, sin miedo ni esperanza. Solo cansancio.
— Esto no puede seguir así… — murmuró Lisa, sintiendo su corazón encogerse.
Pero la gente seguía caminando como si no vieran nada.
Lisa se quedó un minuto más y luego continuó su camino, apresurándose al trabajo.
Pero los pensamientos sobre el perro no la dejaban en paz. La imagen de su silueta cojeando le venía a la mente una y otra vez.
«¿Por qué no le ayuda nadie? ¿Y si solo está esperando que alguien le tienda una mano?»
Esa noche, cuando su jornada laboral terminó, Lisa ya sabía qué hacer.
Paró en una tienda de mascotas de camino a casa. Compró una sencilla correa y un cuenco para agua. Cogió una pequeña bolsa de alimento.
— Debo intentarlo, — se dijo mientras se sentaba en el coche.
Al regresar a la estación, Lisa se dirigió inmediatamente hacia ese banco.
El perro estaba allí.
Yacía hecho un ovillo, con la cabeza sobre las patas. Cuando Lisa se acercó más, el perro levantó la cabeza ligeramente y la miró.
— Ven conmigo, amigo, — dijo Lisa amablemente y se agachó cerca de él.
El perro la miraba con desconfianza, pero no se movía.
— No temas. No te haré daño.
Lisa sacó un trozo de pan y se lo ofreció.
El perro se levantó lentamente y dio un par de pasos hacia ella. La pata aún le dolía y cada paso era complicado.
— Eso es… Buen chico, — sonrió Lisa. — Ahora no estás solo.
Le puso la correa. El perro no se resistió. Se quedó allí de pie, mirándola con sus tristes ojos.
Lisa le acarició la cabeza.
— Vamos, amigo. Te llevaré a casa.
El perro silenciosamente la siguió hacia el coche.
Lisa abrió con cuidado la puerta de su apartamento, tratando de no hacer ruido.
— Bueno, ahora estás en mi casa, — dijo mirando al perro que estaba de pie en la entrada, nervioso.
El perro miraba alrededor con cautela. Cruzó el umbral tan despacio como si no creyera que realmente lo habían invitado a entrar.
— No temas, aquí está cálido y acogedor, — dijo suavemente Lisa mientras le acariciaba la oreja.
Pero el perro seguía inmóvil.
— Probablemente hace mucho que no ves buena comida, ¿verdad? — Lisa fue a la cocina, sacó un cuenco y lo puso en el suelo.
Rellenó el cuenco con agua y le echó un poco de carne con arroz.
— Vamos, prueba.
El perro no se movió. Miraba la comida y luego a Lisa, como si no supiera si podía confiar en ella.
— Vamos, come, — dijo Lisa agachándose a su lado. — Nadie te hará daño aquí.
Después de esas palabras, el perro finalmente se acercó al cuenco. Olfateó con cautela, lamió el agua y empezó a comer despacio.
— Así está mejor, — sonrió Lisa. — Ahora todo estará bien.
La observó con tranquila alegría. En su hogar, finalmente había otro ser vivo.
Cuando el perro terminó de comer, se apartó del cuenco y se quedó inmóvil en el umbral esperando más indicaciones.
— Ven, te mostraré el apartamento, — le dijo Lisa levantándose.
El perro la seguía de cerca. Echaba un vistazo en cada habitación, olfateaba con cuidado los muebles y alfombras, pero no ladraba en absoluto.
En el dormitorio se detuvo junto a la cama y miró a Lisa.
— ¿Quieres dormir aquí? — preguntó ella, sonriendo. — Bueno, está bien.
Colocó una vieja manta junto a la cama para él, pero el perro se acurrucó en el suelo sin moverse.
Durante la noche, Lisa podía oír que suspiraba suavemente en su sueño.
— Pobrecito… ¿Cuánto has pasado? — susurró al aire en la oscuridad.
El perro se agitó en sueños y bajó las orejas. Lisa le extendió la mano y lo acarició.
— Todo está bien. Estás a salvo.
A la mañana siguiente, Lisa llevó al perro al veterinario.
— ¿Es algo serio? — preguntó preocupada mientras el médico examinaba sus patas y oídos.
— No, no se preocupe. Un esguince antiguo, pero nada crítico, — dijo el doctor. — El perro aún es joven, se recuperará rápidamente.
Lisa suspiró aliviada.
— Entonces, ¿todo está bien?
— Claro. Solo déle tiempo y cuidado.
Cuando regresaron a casa, Lisa meditó.
Colocó el cuenco en la cocina y se sentó al lado del perro.
— ¿Y si te quedas conmigo? — dijo en voz alta.
El perro levantó la cabeza y la miró con sus ojos inteligentes.
Lisa sonrió.
— Sabes, Amigo, ahora eres mío, — dijo Lisa. — ¿Te gusta el nombre?
El perro levantó ligeramente la cabeza y luego meneó la cola. Parecía como si realmente aceptara su nuevo nombre.
— Entonces, está decidido, — sonrió Lisa y se sentó a su lado para acariciarle la oreja.
El perro la miraba con devoción, la clase de devoción que solo sienten quienes han pasado por mucho y finalmente encontraron su lugar.
Pasaron algunos días. Amigo comenzó a acostumbrarse a su nueva vida.
Al principio, caminaba con cautela por el apartamento, como si tuviera miedo de derribar algo o hacer algo mal. Pero luego se volvió más audaz. Ya no se escondía en las esquinas, y entraba tranquilamente en las habitaciones, se tumbaba a los pies de Lisa, e incluso subía al balcón para mirar la calle.
— Te has adaptado rápidamente, — sonreía Lisa al ver cómo el perro caminaba seguro por el apartamento.
Cada mañana comenzaba con un paseo. El perro corría alegremente por la acera, y Lisa lo sujetaba por la correa, riendo:
— ¡Espera un poco!
Pero su momento favorito eran los paseos vespertinos en el parque. El perro caminaba orgullosamente, con la cabeza en alto. La gente se volvía para mirarlo, sonreía, algunos incluso se acercaban para saludarlo.
— Hermoso perro, — decían con frecuencia los viandantes.
Lisa respondía orgullosamente:
— Sí, ahora es mío.
Sentía que había tomado la decisión correcta. El apartamento estaba más acogedor. Y regresar a casa era especialmente agradable—detrás de la puerta siempre la esperaba un amigo leal.
Una noche, cuando Lisa y Amigo regresaron del paseo, ella se preparó una taza de té y se acomodó en el sofá con un libro. El perro se acostó a su lado, con la cabeza sobre las patas.
— Bueno, aquí estamos en casa, — dijo Lisa, acariciándole la cabeza.
El perro suspiró y cerró los ojos.
La casa realmente se había convertido en su nuevo refugio. Allí hacía calor, era tranquilo y seguro.
La noche estaba tranquila. Lisa estaba sentada en la cocina con una taza de té caliente mirando por la ventana. Amigo dormía a sus pies, hecho un ovillo en la alfombra. Ya se había convertido en parte de su hogar. Parecía que él también lo entendía, se sentía tranquilo, seguro, como si siempre hubiera vivido allí.
Lisa sonrió ligeramente, mirando al perro dormido.
— Qué bueno que te vi ese día… — dijo casi en un susurro.
Pero un golpe repentino en la puerta la hizo saltar.
— ¿Quién podría ser? — murmuró sorprendida mientras se levantaba de la mesa.
Abrió la puerta un poco. En el umbral estaba una anciana. Su rostro tenía un aspecto cansado pero amable. Sus ojos brillaban con lágrimas y había un pañuelo fuertemente apretado en sus manos.
— Disculpe… ¿Usted encontró un perro?
Lisa frunció el ceño, pero luego sonrió, tratando de aliviar la tensión.
— Sí. ¿Qué ocurrió?
La mujer, con manos temblorosas, sacó una foto vieja de su bolso y se la entregó a Lisa.
— Es nuestro Bim, — dijo en voz baja. — Se perdió hace muchos meses…
En la foto estaba el mismo perro. Joven, alegre, con un pelaje brillante y ojos amables. La misma mirada que Lisa había visto todos los días al regresar a casa y encontrarse con Bim en la puerta.
Lisa apretó la foto en sus manos.
— Desapareció… y perdimos toda esperanza de encontrarlo, — continuó la mujer con voz temblorosa. — Pero nos dijeron que lo habían visto en la estación…
Lisa miró a Bim. El perro levantó la cabeza, miró a la visitante y dejó escapar un suave quejido.
Se acercó lentamente a la mujer como recordando algo. Primero olfateó con cautela, y luego presionó su nariz contra su mano.
— Bim… ¿Eres tú? — susurró la mujer, arrodillándose.
El perro movió la cola y lamió su mano.
La mujer rompió a llorar, escondiendo su rostro en el pelaje del perro.
— Pensé… Pensé que nunca te volvería a ver…
Lisa permaneció en silencio. Tenía un sentimiento extraño en el pecho: una mezcla de alegría y tristeza.
— Lo encontraste, — repetía la mujer acariciando a Bim. — Gracias. Gracias por no pasar de largo.
Lisa asintió, pero no dijo nada. Sentía un nudo en la garganta.
Bim volvió a girar la cabeza hacia Lisa y la miró como si quisiera decir «gracias».
Lisa suspiró y se sentó a su lado.
— Bueno, Bim… Parece que finalmente has vuelto a casa.
Lisa cuidadosamente empacó la correa, el cuenco y el viejo juguete de Bim: una pelota desgastada que tanto amaba empujar por el suelo. Parecía que esos simples objetos ahora pesaban una tonelada.
— Bueno, eso es todo, — dijo en voz alta, tratando de sonar calmada.
El perro estaba sentado a su lado, mirándola con sus grandes ojos cálidos. No entendía lo que ocurría, pero sentía algo raro. Su cola ya no se movía con tanto entusiasmo y sus orejas estaban bajas.
Lisa se arrodilló y lo miró a los ojos.
— Eres un buen chico, Bim. Ahora estás de vuelta en casa.
Una vez más, hubo un suave golpe en la puerta. Lisa la abrió y vio a la anciana que aún se secaba las lágrimas con su pañuelo.
— ¡Le agradezco enormemente! — dijo la mujer tratando de mantener la compostura. — Me devolvió la esperanza. Ya no creía que podría encontrarlo.
Lisa sonrió, aunque el nudo en su pecho se apretaba.
— Sabe… — ella dijo pasándole el paquete a la mujer. — Se convirtió en mi amigo. Un verdadero amigo.
La mujer recibió el paquete con cuidado y miró a Bim. El perro se acercó a ella y presionó su nariz contra su mano.
— Bim… — pronunció la mujer con voz temblorosa. — Has vuelto.
Bim meneó la cola, pero su mirada seguía dirigida a Lisa. Se acercó a ella y ladró suavemente, como despidiéndose.
Lisa le acarició la cabeza.
— Adiós, amigo. Has encontrado tu hogar.
Sintió que una lágrima corría por su mejilla.
La mujer notó esto y dijo suavemente:
— Hiciste más de lo que pudiste. Si no hubieras sido tú, él no habría sobrevivido.
Lisa asintió, sin encontrar las palabras.
Cuando la puerta se cerró detrás de ellos, Lisa se quedó inmóvil. El apartamento se quedó demasiado callado.
Se sentó en el sofá, cruzando las manos sobre las rodillas.
— Me pregunto qué estará haciendo ahora, — susurró para sí misma.
Recordó su primera noche. Cómo Bim la miraba con desconfianza antes de confiar en ella. Cómo comía su primera comida al calor.
— A veces, la bondad regresa de las maneras más inesperadas, — dijo Lisa suavemente.
Su corazón se sintió un poco más ligero. Sabía que había tomado la decisión correcta.
El perro había encontrado su hogar. Y ella esperaba que ahora todo iría bien.